192
Juanita Soledad Holgado Queruarucho
Revista
YACHAQ
•
N
.º
12
y sus misterios, sus angustias, y todos los
destierros posibles, las historias de cada pa-
red quieta, las palabras, los amores y despe-
didas, los olvidos lejanos.
Detuve la mirada en ella, mientras conta-
minaba el aire puro, veo callada sus mejillas
rosadas, mientras intenta vender algunos cho-
colates, dulces, colocados sigilosos en un cué-
vano de paja. Le calculo la edad, fallando en
mis intentos le pregunté su nombre, mintió ner-
viosa la supuesta Carmen, tal vez solía visitar el
pequeño templo, tal vez su visita efímera olvi-
daba sus rezos. Tal vez era simplemente Jime-
na, de trenzas desechas, mirada audaz, pasos
que iban revoloteando en el espacio pequeño
de esa calle angosta.
Con la premura de un provecto, se deslizó
como de un pétalo el rocío triste. Quise hacer
mil pausas, y la tarde con su silueta oculta, la
ahuyentó de mi lado, quise estar segura de
que llegara a casa y pueda abrazar a su madre,
pero simplemente se fue alada. Quedé disuelta
en aquella lluvia.
Entonces se juntaron en los cielos, nubes
grises, y así, cuando el tiempo cae sobre nu-
bes silenciosas, destellan los cielos sin soles,
tal y como fue aquella tarde, todos desapa-
recían entre los charcos, entre los ríos de re-
cuerdos que corren con los aguaceros, nos-
talgias seriales que se disipan poco a poco; y
la tarde húmeda, calada en su sombra, dicho-
sa de aroma, no sacaba de mi mente la mira-
da inocente de la niña, no dejaba de pensar
en su silueta pequeña y frágil, tal vez tenía
hermanitos, tal vez una madre, imaginé que
caminaba mucho para llegar al colegio, quizá
la lluvia resbaló en su cabello, o el sol ardía
en su piel subiendo las cuestas.
El viento sugería seguir con mi prosa,
de bajada iba por la calle, la ciudad estaba
quieta, y en mis oídos el mundo en paralelo,
hacía que suene una y otra vez, el acústico
de: «tengo tiempo para saber, si lo que sueño
concluye en algo, no te apures… baja la no-
che y oculta la voz».
Entre las hojas revueltas y suicidas, entre
los escombros de la cellisca, se siente la hu-
medad, taciturna la encuentro mirando el refle-
jo de las capillas, guarecida entre los portales,
la niña girasol, apagada de frío pregunta la
hora, la alcanzo sin temor, mientras mencio-
no precipitadamente ese instante crepus-
cular, al oír, se asusta emprende marcha,
saltando los charcos, sus pasos acelerados
me abandonaban una vez más, sin embargo
decidí acompañarla, le pregunté si había co-
mido, y hasta dónde caminaba su destino;
muy desconfiada y de pocas palabras, algo
tímida respondió con negativas, su ojos no
dejaban de ver sus pasos.
Hay reposo en el camino, de pronto la
niña de los rezos, me devuelve su mirada, me
dice que le gusta el colegio, que quiere ser
abogada o tal vez veterinaria, que tiene que
vender los dulces para llevar comida a casa,
le gusta ayudar a su mamá, y regalarle carca-
jadas, estudiaba en el desvelo, y si el casero
le apagaba la luz, buscaba a la luna; me dejó
mutiladas las palabras, quedé quieta ante tan-
ta llaneza, mis remordimientos se cansaron y
cayeron por acantilados.
Se desprendía de su voz, una misteriosa
alegría, y en mis manos un frío inusual, mien-
tras llegaba al encuentro la prolongada aveni-
da, me habló de sus hermanos, de su pequeño
patio de escuela, de los juegos, de vecinos, de
la señora de la tienda, de las múltiples ausen-
cias, mezclaba sus palabras con risas absuel-
tas, la sentí libre, trasparente y tan niña, que me
recordó los lugares más astillados, las espinas
de mi jardín, mi edad abandonada, la ciudad
de papelito, la espuma y la gracia.
Había olvidado por completo aquella eta-
pa, entonces arremetí contra los recuerdos y
los borrones adecuados, el sigilo de las pala-
bras, las formas, las espadas que cayeron en