María, entonces, pudo ver por primera vez, la frontera de sus tierras, logró ver a su hermano, ordenando
y gritando con un largo látigo, vio las humildes miradas de los pobres peones, el miedo en sus rostros,
mujeres cosechando el maíz amarillo, sus wawas en las espaldas llorando de hambre bajo el incesante
sol, vio el terror que imponía Juan de Matta, su propia sangre.
En el camino largo contaron su historia, Víctor era de hijo de comerciantes, que cargados de familia,
hacían patria de pueblo en pueblo, ya con la vejez, terminaron en Tumibamba, es como el muchacho se
empleó en la hacienda Sumaq Tika, para ser capataz y domador de caballos, llevaba la afición de los
gallos, y en la fiesta del pueblo con el ajiseco bajo el poncho retaba a los hijos de hacendados, tenía
victorias y desventuras, y en aquellos ojos verdes, se veía también el dolor por sus hermanos
campesinos, decía – yo he visto a Juan de Matta, golpear, insultar y escupir a mis hermanos, todos somos
hermanos, nos une el dolor-, María con voz quebrada dijo – lo he visto y se me estrujó el corazón-, sin
decir nada más, llegaron al río, era el fin del camino, pero no el fin del suyo.
Llegó un nuevo día, la muchacha se destinaba a galopar, “El esperanza”, guía en tinieblas, como fiero
guardián, la llevaría como en alas, ella sintiendo en los brazos su libertad; duro fue el camino, y más lento
el paso, el caballo se detuvo y bebió del cristal del río.
libros, escuchar las interminables historias, verla contagiar de ese entusiasmo a cada persona, en las
escuelas, en las alturas, y llanos, en su Anta sin par. Habitaba en sus pensamientos la imagen clara de su
hija, la maestra, dejando rastro.
Desconcertada y callada, con el viento en el rostro, avanzó lentamente hacía su albo compañero, lo
abrazó, como se abraza con el corazón, como cuando la garganta aprieta y todos sus pensamientos,
desbordaron en llanto. Se dirigía a su casa, en una pausada caminata; no quería llegar, no quería ver los
ojos de su padre, no quería ver a su madre tejiendo y tejiendo con tanta paz, como si el mundo fuera
aquella casa grande, llena de comodidades, de sonrisas, de tranquilidad. María desvió el camino, quería
regresar, poner un alto a todo lo que ocurría, solo quería perderse en el enorme maizal. En ese momento,
una voz fuerte, preguntó – ¿qué hace usted ahí?-, ella dándose vuelta, vio un hombre moreno de ojos
verdes y claros, entonces respondió la muchacha – mi nombre el María, hija del hacendado de éstas
tierras-, con cierta duda preguntó - ¿quién es usted?-, -soy Víctor, capataz de Don Julio, dueño de las
tierras vecinas-, respondió. El viento corría y del maizal se desprendía un sonido profundo de soledad,
hubo silencio, demasiado silencio, solo miradas y palabras sin voz, era la primera vez que María se
enamoraba.
Era, definitivamente una mujer desafiante, con un futuro por venir, pero, como en toda historia el destino
se impuso, y sin caprichos pulió lentamente el camino que ella debía seguir. Faltaban muy pocos días
para el esperado viaje, María se iría a la ciudad, todos en casa sentían ya su ausencia, la casa sin su niña
quedaría como la pampa al atardecer, con la melancolía del día, con el susurro de la noche.
Pasaron los días, como tranvías en la ciudad; María y Víctor se veían cada vez que se daba una
oportunidad, estaba cercano el día del viaje de la muchacha, él había vendido dos de sus vacas, quería
llevarla y visitarla mientras ella estudiaba, sin embargo el joven romance llegó a oídos de Don Santos,
quién no dudó un segundo en demostrar su enojo; con voz ronca y grave como estruendo de relámpago
que en enero agita la bella llanura, entre gritos y amenazas dio su última sentencia –si del amor de ese
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YachaQ 9
JUANITA SOLEDAD HOLGADO QUEHUARUCHO
Yachaq: Revista de Derecho, N°9, 2018 / ISSN: 1817-597x
ISSN: 2707-1197 (en linea)