200
Indran Amirthanayagam
Revista
YACHAQ
•
N
.º
10
Navegando en una balsa
insumergible, el hombre nuevo,
América. Leo para perdonar
los romances mentales
y ponerlos en orden,
para ahogar en los labios
de un ghazal, gritos
de un corazón,
para viajar sobre tierras
imaginadas, desmantelar aldabas,
tapones, corchos, cerrojos,
instrucciones de «no hagas eso».
Leo para seducir a mi pulgar
izquierdo y andar derecho
en la cuerda floja, dos pies
sobre el barranco.
Leo para pelearme
y fanfarronear con los muertos,
los muertos vivos, y el nuevo hijo
del Sur vigoroso, vino para juzgar
la conducta de Roma. Leo
para escapar de los cazadores
de sangre, las sanguijuelas,
los tutores, los legisladores.
No seré legislado, y aquí
testifico, soy lector, leo.
Pero uno es legislado desde temprano. Sien-
do bebe te acompañan y te protegen tus papás o
una ama de llaves o, tal vez, a nadie y necesitarás
un guardián porque ningún bebé puede aprender
—sin caminar, sin lenguaje todavía— a sobrevivir
solo fuera del mundo seguro del vientre. Nadie es
independiente verdaderamente. Somos hijos de pa-
dres. Aun si nuestro padre es desconocido, un es-
permatozoide guardado en un laboratorio, tu semi-
lla crecerá en la barriga de la madre y fuera de ella,
pero dirigida por ella. ¿Cuándo rompen los lazos
familiares? En este momento estás libre de declarar
que ¿no serás legislado?
Una tarde de la primavera me invitaron a un
micro abierto con músicos, pintores, narradores y
poetas. Subrayo lo que dice la publicidad: micro
abierto. Tuve otra reunión a la que asistí, pero la
dejé temprano para llegar al micro abierto: llegar,
digo, con ganas de leer un nuevo poema. Al puer-
to del club, el anfitrión me comentó que era tarde,
y que tenía muchos en la lista para leer, pero pon-
dría mi nombre al final. Y me senté en primera fila
mientras él y la otra anfitriona presentaron cinco
textos entre ellos, y el invitado especial, como es
su derecho, una selección aún más amplia, y va-
rios en la lista un poema cada uno. Después de
una hora y media, terminó las lecturas el anfitrión.
No me invitó a leer. Estuve asombrado. Aparen-
temente él no supo, o eligió de no reconocer, la
regla básica de un micro abierto, que sea abierto
a todos que quieren leer.
El problema de no reconocer, de ignorar, de
presentar una moneda con dos caras, de contra-
decir a uno mismo, es común a nuestra especie.
Walt Whitman lo presenta de manera positiva, di-
ciendo que es grande y contiene multitudes. Pero
imagina una poesía dedicada a lo malo, a sus flo-
res, a los deseos asesinos y prohibidos, el Edipo
que mata a su padre y duerme con su madre. Que
deliciosa aquella literatura, de Baudelaire, de Aes-
chylus, que han contribuido a profundizar nues-
tro entendimiento de nosotros mismos. Entonces,
¿para qué escribir?, ¿para qué abogar para una
libre expresión?, cuando una escritura sin límites,
sin trabas en la imaginación, libera las furias de
nuestras entrañas y nos lleva a matar a nuestro pa-
dre y casarse con nuestra madre, aun de manera
ciega, ignorante, que añade un nivel más al horror
de ser un humano.
El horror del ser humano. El regocijo también.
El regocijo espléndido de enamorarse, de creer de
nuevo que se puede construir una casa, cultivar
un jardín, vivir en armonía con la naturaleza. Esta-
mos en los tiempos de cambio climático y no nos
quedan muchas horas en el sentido geológico. Es
desesperante notar cuántas especies de nuestros
hermanos animales y plantas hemos matado solo
en las últimas cuatro décadas: 60 por ciento de to-
dos según un estudio editado por el Fondo Mundial
para la Naturaleza (World Wildlife Fund). ¿Qué pasa,
Sancho? ¿Qué pasa, Quijote? Para dónde vamos