El Antoniano
130 /
junio
2015
115
E
UNA EXCURSIÓN A
MAC H
UPICCHO
CIUDA D ANTIG U
A
1
s
monomaní a
de
los
que
via jan conta r
sus
impresiones,
en
público , los
que
escriben,
y
en
privad o
l
os
otros;
así
ha
dicho
un
escr itor. Y
en
verdad
que,
cuando
uno que
excursion a
o
via ja
encuentra impresiones
que merecen
anotarse, cuadros
que
exige n
ser
descritos
y
Jos é
Gabri e
l
Cosio
paisaj es dignos
de
retratarse;
parece
q
ue
contrae con su
propi a concienci a la
obligación
de dar a conocer
lo
que ha
vis to,
mucho
más
si
ello
puede ser
úti
l
para desentrañar
profundos
e
inson dables problema s
que permanecen
rodeados de
mister ios y
dudas.
1
Revist a
del
Museo
e
Institut o Arqueol ógico
No. 19. 1961
Uni versida d Naci onal
de
Sa n Antoni o Abad
del Cusco.
El Antoniano
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116
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
Tal
vez
si
el
pasado primiti vo
de
la
A
rica
Precolombin a,
hoy
incier to
y nebuloso,
pueda
resolverse
en
soluciones claras
y
definiti vas,
cuando del acervo de
la
s
inve stigaciones oficiales
y
particul ares surja al
conjunto
del
an álisis cie ntífico la
anhelada
clave
de
tant as incer tidumbres
y
contradicciones
y
aparezcan dominando
tan
culminante posición los Schiellema n,
los
Botta
y
los Mariette
de este continente.
Los
que
apenas
somos obreros
modestísimos, perdidos
en el inmenso
tráfa go
de
l
a
vida
moderna, en
la
labor
intensa
de
de spej ar las incógnit as
que
“S e
cree
tambié n
que no
emplearon
la
madera para
umb rales
y otros usos
de
cons trucción,
cuando
en
muc has
partes como
en
Torontoy y
Machup icch o
l
os
hay
de este
m
aterial .
preceden a
nuest ra Histori a,
no tenemos
más
misión
que
la
de
cont ribuir
con
modes tísimos materi ales,
toscos, rudos
e
informes
para que
los
incansables
exploradores
de
los impenetr ables
mares de
la Hi storia
presenten el cuadro hecho,
la
obra
perfect a,
el
edi ficio histórico
con pórtico
y bóveda de verdad.
Cuántas cosas desconocidas,
cuántos
errores
pasados,
ante
la ex i idad
de
l
os
datos a
l
a categoría
de
verdades,
se han
descubie rto
y se han
sal vado,
merced a esta
clase
de
inve stigaciones
desde
la
segunda
mitad
del
siglo XIX, a
en el orden de
la
org anización soci al,
civil
y
polític a,
como en
el
materia
l
y
artístico
de
los
antiguos
peruanos.
Merced
a
l
os
hal lazgos
hechos
e
n
Pachacá mac, Cha nchan,
Chincha,
Tiahuan aco, Choquequi rau
y
últimamente
en
Mach upiccho,
han
pasado
a
l
os
rosados
campos
de
la le yenda
y del
mito, los
datos,
que
nimb ados
por
la aureola
del más
candoroso
optimismo,
nos mostraban
nuestra pasada histor ia,
como el campo
paradisíaco,
como
la bíblica Tierra
de
promi sión
y como
la República soña da
por el
filósofo
de
los Di álogos,
concepto que hoy
sólo
halagan la van idad
de
viejos
af
ic i
onado
que se han quedado con
sus estudios
y
lectur as
de hace
cincuenta
años, o de niños
que
acarician
como un sueño
las
narraciones
pinto rescas
de
sus prime ros
maestros de
la
Escuela.
Para muc hos
sólo son
inc aicos
o
preinc aicos los
monumentos de
piedras
y
silla res inmen sos
que
muest ran sus ne as
en
confusa desig ualdad,
en
la
pared de severo y
majestuoso
aspecto,
si
endo
así
que está
probado que en el Perú
antiguo,
como en
toda
la A rica,
el progreso de
las
Artes
especialmente
de
la Ar quitectur a,
ha seguido
una
línea
de
evol ución seme jante
a
la
de
todos
los pueblos;
de
tal
modo que el lujo
en
la calidad
de
las const rucciones,
el
materia
l
de
éstas dependía
del objeto a que
se
las desti naba.
El
templo, el
Palacio
de los
Emper adore s, la residencia
de
los Curac as
y
Jefes
de
grupos, dominaba
el resto de los
edificio s, los supe raba
por el esmero y
majest ad
de su
const rucción mientras,
que
las viviend as
de
la masa
de
la población
eran
rúst icas, toscas
y
hechas
con barro y
arc i
lla;
así
no
extraña
que
j
unto
a
edificios
de
la
solidez
y
ma gnificencia
de unos restos,
hallem os
otros que no tienen el mismo
interés,
de lo
cual algunos
suponen que estos
últimos
tienen
origen colonial,
como ocurre
con una
poblacioncita llama da
Pumahuanca
que se
halla
a
media leg ua
de Ollantaytambo,
siguien do arriba
del
riach uelo
que
baja
del
nevado y donde
hay
un grupo de galpones
hechos de
piedr as
pequeñas y barro. Se
cr
ee
El Antoniano
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117
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
también
que no emplearon
la
madera para
umbrales
y otros usos de construcción,
cuando en
muchas
partes como en Torontoy
y
Machupicc ho los hay
de este
material.
Se
cree y
a
lo
dice, si
no me equivoco,
Vallad ar,
que en el arte peruano
antiguo, al
menos en
las const rucciones,
no se conocía
o
empleaba la línea curv a,
y en
Pís ac
y
Mac hupiccho la encont ramos
princi p
almente
en
los
Intihuatanas.
Antes
que
la c omisión
de
la
Universidad
americ ana
de
Yale presidi da
por el doctor
Bing ham, hubiese lleg ado,
no se
oía
hablar
frecuentemente de
Machupicc ho,
y
si
se
nombr aba
este
lugar
era para designar
simplemen te
una
posición
de
la
hacienda
Silque
en
cuyos linderos
se encuentra, y
n
o
para
designar
como mantenedor de restos
de
la im port ancia
y
proporciones
que en
s
i
encierr an. Los american os
que
vinieron
en
aquel viaje
de
estudio
no
hicie ron
conocer
absolutamente
en el Cuzco el
éxito
de sus
explo raciones
científica s. Solo sabíam os
que
el doctor
Bing ham ve nía
con
la segu ridad
de
hall ar ve stigios
de que
la antigua
ci v
ilizaci ó
n
peruana se
exten d hasta la regi ón
de
la
montaña,
donde
había
tenido una de sus
sedes principales.
El infati g able
y
talentoso Rector
de
la
Univer sidad
del Cuzco, doctor don Alberto
A. Giesecke, americ ano
de
altísim as
dotes,
fue
el primero en
avis arme
por el mes de
octubre, en
carta
que
escrib
de Lima,
donde se
hall aba
enfermo,
la noticia
de que
el doctor
Bingham había hallado
varias
ciuda des antigua s,
entre
ellas
dos superiores
a
Choqq uequirau.
Tan
rev elador aviso
n
o
pudo menos que resolverme
inmedia tamente
a hacer una
excursi ón
por
los valles
de
La Con vención,
en
busca
de
la
ruta y
l
ugare
s
por donde
hubiese pasado
el
doctor
Bingh am,
aun cuando
la
estación
lluviosa
no era
l
a
adecuada
para
m
i
proyecto.
Hablé
con
algunos discípul os
y
amigos
míos
en
quienes halle igual
interés.
Posteriormente por
los dia rios
de
Lima
conocía
que el doctor
Bingh am, ya
d
e
regreso a su
paí s,
dio en
la
sociedad
Geogr áfica
de
aquella capit a
l
una conferencia
en
la
que
hizo revel aciones
por demás
intere santes
de
Mac hupicch o,
presentándolo
como una
completa ciudad
antigua.
Aprovechando
de
la
época de vacaciones,
no obstante, de
las inmens as dificulta des
que
las
personas que
conocían
el
camino
me
la
s
presentaban
como
insuperables,
emprendí el
via j
e
en
comp añía
del señor
Ju sto A.
Ocho
a,
muy deci dido
por esta
clase
de excursiones,
como sensato y
precavi do.
Algunos
compañeros,
digo,
que debieron serlo, no
salieron
con nosotros porque no siempre se
reali za
lo que uno desea.
En Urub amba,
donde
preparamos
todos
los
menesteres para el
via je, con seguimos
un
animoso
y
decido niño,
el
j
oven
A
lberto
López,
de
sangre espola,
y
mi alumno
en
el
Colegio Nacional
de
Ciencia s,
que se
alistó
en
la excu rsión
resuelto a
arrostrar
las
peripecias
del
via j
e.
Cuando
salimos
de
Urubamb a,
el
día
14
de enero,
la de sconfia nza
y cierto
aire
de
conmise ración,
se
dibu jaba
en
los
rostros de
quienes sabían
nuestros
propósito s.
¡Q
van
a
l l
egar
a
M
achup i
ccho
!
¡No
hay
cam
ino
!
¡No se puede ahora
pasar
e
l
río! ¡Es
inv adeable! ¡Se los van
a comer
las
víb o
ras
!
Eran las excl amaciones
que
amos;
pero yo
iba
resuelto a
llen ar mi p ropó sito;
para algo
viaja ba
con el señor
J
usto
Ochoa, cuya
hacie nda Ccollpani,
a tres
leguas
de
Mac hupicch o, iba
a ser el centro de nuestras
operaciones,
y
quien
como
propietario
de
esas
regiones hab ría allanado las
d
ificulta d
es
que se nos atravesasen.
A las
9 y 30 a.m.
ya corrían
nuestras
cabal gaduras
por
la
verde y pedregosa
alame da
que no otra cosa debe
llam arse,
el
camino
entre
Urubamba
y Ollantaytambo.
Seguíamos
por toda
la margen
del río que a
la sazón venía turbio
y con fuerte y rara
creciente, murmur ando
ledamente entre
la
s
hojas
de
los capul íes
y
los sauc es
que
inclinab an
su coposo
follaje
a
las caricias
del
agua,
que
lamía sus agob iadas ramas. A
l
os
lados,
l
os
robustos
capu líes
nos brindaban
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118
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
pródigamente sus pulposos
y
rojos frutos,
y
las aves sa ltaban inq uietas
de un
árbol
a otro.
Por
encima
de
los
cerros pelados,
dominándolos
como
gigante
vencedor, los
And es mostraban
su
vest idura
de
nieves
que
semejan
manto de
armiño cubriendo
las
encorvadas espaldas
de un monstruo y
aliment ado
con
sus deshielo s,
muchos
torrentes que se
precipitan
con rumor
arroga nte
por
los va lles
y
encañadas
para
pagar
e
l
tributo
de
sus aguas al
histórico
Vilcanota.
En Oll anta ytambo supimos
que muchos
puentecillos
de
palos, coloca dos
sobre los
riac huelos
procedentes de
la
cordillera,
habían sido destruidos
y
arrastrad os
por
l
as
aven idas.
No
tardamos
en
cerciorarnos
de
esta
ver dad. El
río de
Tancc acc (el
que
empuj a), había se lleva do
el puente, y
la
creciente había
aumentado
sus agu as,
que en
todo tiempo son
memo rables
por
el
capr
icho,
a
veces per judicial,
conque
cambian
de
cauce. Pasamos
el río por un
vado sin
más novedad, que el
peligro
qu
e
corrió el
muchacho
de a pie que nos
acomp añab a, quien casi
f
ue
envuelto
y
arrastrado
por
la
corriente.
La cuadri lla
de
operarios que constantemente recorre el
camino
del
valle
para
arreglar
los
desperfectos,
no
par ea todavía
para
reponer el puente.
Seguimos hacia Pisccocuc ho. En
el río
denominado
Huaittampo
de
corriente
más
impetuo sa
y de
cauce muy
pedregoso,
halla mos
que en
l
a
banda
contraria
a
l
a
que
nos
hallábamos, para ba
una recua de 15
mulas carg adas
de coca,
impedi das
por un
peón que no
las dej aba pasar
el puente, cuyo
piso ha bía ca ído al
río y
cuyos palos
estaban
para
hundirse
y caer muros ytodo.
Allí
pude
observar los grand es
apuros en que se
ponen
los
pobres
arrieros
a
quienes acosa
el
deseo de hacer
la jornada conocida
a
la
aproxim ación
de
la
noche y
la di ficultad
del
tránsito.
E l
patrón un
So r Vecin o
de Urubamba,
que
cami naba
a
pie
arreando su
ca
balg a
dura
que no
podía
con
el jinet e
de puro cansada,
acompañ ado
de otro
muchacho
se
lanzó
a
encaramarse
en
el
puente
y obser var
sus
des perfecto s; sua
por
la orill a de l río ,
escru
un
vado
por donde arrear
sus mu ías y
ante
la
inutilida d
de
sus tentativa s cogi ó
piedras
grandes,
cor
rama s
de
arbustos, los
colocó
sobre
el esquelet o del
puente tupidamente,
sembró
encima tierra
en
capa muy rala,
colocó
sobre
ella piedras , y a, una
por
una hizo
pasar
las bestia s y continu ó
su
camino .
N
osotros
aprovechamos
de
l
a
obra
del apurad o viajer o
y
pasamo s el o para segui r
nuestro camino.
Cuando
manife sté al
sor Ochoa
la
impr
esión
que me
causó el suceso
que habíamos
presenciado,
me
dijo riend o: “Esto
no es nada,
viera s cuand o
se
intercept a
un
camin o
por un
derrumbe o se
destruye
un puente.
L
os
pasajero s
que se
quedan impedidos
por ambos
lados ,
se unen en un
trabajo
común,
y
as
í
abren un
camino , limpia n
un derrumbe y
construye n
un puente.
Amig o o ,
por
aquí
el
que
vi aja
se abre
camino, mient ras
que los
valle s
pagan una contribuc n fuert e y
saneada”.
A m i
regreso de
la excur sió n el
puente estaba
en peores
condicione s
que en
la prime ra vez,
y
me
dijeron
que
cuatro veces habían
construido
un puente nuevo,
y otras tantas
se
lo llev ó
el
río...
Llegamos
a
Pisccocuc ho
en medio de una
garúa
y un
viento helado
que silbaba
furio samente. En
ese
sitio la co rdillera Andina
se
quiebra,
se rompe en su continuidad,
parece haber dado un
salto descomunal
a
la
otra
banda
del río, como
si
temerosa de
hum illarse
y
arras trar
su
capa
de
armiño
por
el lodo,
hubiera pasado
el
abismo
y puéstose
de un
salto
en
la cresta
del cerro de
enfrente.
Allí
también
para el
geólogo
está
la
muestra
palpable
de cómo el Vilcanota
abatido
en su curso por
la
mole de
los
Andes
rompiólo prof a sus entr añas
y se precipitó
por un
cau se
que
sus furias
le abrieron.
Ante s
de
llega r
a Torontoy,
terminó
de
nuestra
j
ornada
,
hubimo s
de
presencia r
uno de
tantos abusos
que se cometen por
los
MISTES
gamon ales
de
distri to
con
los
pobres indios,
eternas
c tima s
de
una plaga
de exploradores
inverecundos : cuand o camináb amos
por una
ladera,
un
indiecill o
de poncho
y
montera,
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119
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
asesando, jadeante
rojo como
una llan a
y
bado
en sudor, nos
alcanz ó y aun
se nos
adelantó
en
carrera desatentada,
ll
evando
dentro
del
poncho
una botella
de
lico r,
que le
mandaron comprar
de
Pisccocuc ho,
a donde
ha a ido
de
una legu a
de
distanci a.
L
e
preguntamos
de
la caus a
que
le haa
correr tan
violentament e y sólo
pudo
contestarno s,
entre
una
tos que
le ahogab a
l
a
frase
en
la
g
argan t
a.
Al l
a abajo han
peleado dos hombres
y
a uno de
ello s
traen
preso”.
A l
doblar
de un recod
o
oímos voces desaforadas , adelantamo s y
a
l
a
sinie stra del camin o percibimo s una
chocita
junto
a
la cual ha bían
dos
bestias.
Ochoa,
com
o
que
ya estab a
en
sus dominios, dijo
que haa
que
ver lo
que
pasab a y
con
él
nos
aproximamos
haci a
l
a
casa.
Un hombre de
mirada
torva, rechoncho,
de
cuello deprimido
y
nariz torcid a,
se
adelan hacia
nosotros
saludándonos
con
aire ar rogante.
Exigió
don
Ju s
to
imperio samente
que le
dije ra
lo que ocurría.
En
este
instante salieron
de
la choza
un
pobre
viejecito
de Torontoy, con
la
cara
ensangrent ada, los
ojos
cas
i
cubiertos
por
la
hinchazón
de
los pómulos
y echando sangre
por
las narices, las
manos
tenía
fuertemente
atadas hac ia atrás
con una cuerda ruda. Tras
aquél apareció
una mujer
cuyo
rostro era
monstruoso de puro
maltr atado,
esa no era
cara humana,
era un
dibujo
grotesco,
bárbaro y horrendo hecho en un
cántaro
o
en
la super ficie
de una calabaza.
Los
demás que
pasaban
de cuatro,
sentados
en
pied ras be an ya
el
licor
que
había lleva do
el
indiecito,
como festejando
aquella orgía
de dolor y esa otra de beodez.
El
señor Ochoa,
furioso,
ante lo horrend
o
del
cuadro,
incre
a
l
indivi duo
rechoncho
preguntándole
de
la verd ad
del hecho.
El
Indio maniat ado
se
adelantó
a
decir
que por
una reyerta que tuvo con su
mujer,
que era
aquella cuyo
rostro era un
cardenal vivo,
lo
traían
en esa
forma
y
propinándole
golpes
furiosos,
el
miste
que
al lado
se
mantenía
en
pie, yel
cual
no era
autorid ad ni nada. El
aludido dijo
ser
comis ionado
para
capt urar
a
ese
indí gena,
del gobernador de
Ollanta ytambo,
pero no
tenía ninguna
orden
escrita
y antes bien,
junto
con el
presunto
reo
se
trajo
una
bestia
de éste, por
pago
de
sus ser vicios. La indi gnación
de
mi
compa ñ
ero
llegó
a colmo de
la rabi a,
y entre
duras incre paciones capaces
de conmover
las piedras, cual
nuevo deshacedor de
agravi os
y
amparad or
de
donc ellas, obl i al
mozo a dar
l i
ber
tad
a
Chávez,
que
así
se
lla maba
el
galeoto. ¡Cuá ntas cosas
se
cometen en
la apartada soled ad
de
los
pagos
y
ald eas! ¡Cuá ntas ma ldiciones proferidas
por
el
indio
contra su
Histo ria
y su destino!
La
tarde
caía
en una
cal ma
rumorosa, los
cerros
parecían
prepararse
al
sueño
rodeados de
la oscurid ad
que
los
cubría;
llegamos
a Torontoy,
lugar
donde
hay
unos
restos de
los
que me he ocupado en vez
anterio r.
Dormimos en una
choza, junto
con
una
familia
de
in dios
que nos
atendier on
con
el
interés
y
solicitud
que pudieron,
escuchando
el monótono
chir rido
de los
grillos
y
percibiendo
como
rápidos
pestañeos
la luz intermitente
de
las l uciérna gas
q
ue
revoloteaban
en
la
atmósfera.
HACIA CCO LLPANI. LOS ANDENES.
LA
NATURAL EZA. GUÍAS
PARA
MACHUPICCH O.
MUERTE
INFORT UNADA
DE UNO DE ELLOS.
Desde
Ollantaytambo oímos
por boca de
los indios, dive rsas noticias
de los
“Chap etes”,
que
así los
nombraban
al
doctor
Bing ham
y a
sus colegas
y de
quienes
decían
andaban
como
locos
por
los
cerros y
matorrales,
por
las orillas
del río, y que se
perdían semanas
enteras,
sin prov isión
ni
cosa que
les
sustente.
“Unas
veces se
echaban
en el
suelo
y con
aparatos
que no
entendemos, miden
la tierr a,
hacen
segar
las
yerb as
e
intent an vadear
el río, donde murió
ahogado
un
indio,
a
quien obligaron
que
probase un
sit io
y
pasase
a
l
a
otra banda
llevando sus cosas (aparatos ). Busca ron
e
l
cadá ver,
lo
hall aron
con el grupo en que
conducía los anterio res
objetos, se alegraron
de
recobrarlos,
y echaron el
cad áver a
l
río”.
Así,
en tono
irónico,
nos
dijo
una mujer
de Torontoy, de
los
de
la Uni versi dad
d
e
El Antoniano
130 /
junio
2015
120
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
Yale, cuya titánica labor tuvimos oca sión
de
ver desde el
siguiente
día.
Amaneció
éste con un poco de
ll uvia,
nos
apercibimos
para el
viaje,
echamos
las sillas
a
los caballos
y
proseguimos
el
via j
e
por una
quebrada
estrecha que
cada
vez parecía
angostarse
más.
Ya
el río desde ese
lugar
se
preci pita bramando
y
gol pea sus
márgenes
con
la cóle ra
de
sus olas. Pasamos
o
tro
puenteci1o
sobre un torrentoso río, desde el
cual puentecillo, hacía
pocos
días
de que se
había caído
un
niño
pequeño, que no volvió
más a aparecer
arrastrado seguramente
hasta
el
Vilcanota, cuy as
ondas
fueron
su mortaja.
“S e
ven
d
esde
Ollant a
ytamb o
por toda
la
extensió n
de
la
margen
izquierd a
del
o;
a primera
vist a del atan la existenci a
de
ruinas,
pues, es
cas i
seguro
que donde
hay
andenes
deben de haber restos
de
ciuda des
o fortalezas.
Cuando
los
padres
preguntaron
a
l
hermanito
menor, que
acomp añaba al difunto,
de
regreso a
la
choza,
dicen
que contestó:
E1
río se lo ha
lle vado ”. Lo
que me
lla la
atención fue la tran quilidad
con que cuentan
estas cosas los nat urales,
como
si
f
ueran
las
más
ordinar ias
de su
vida
tormentosa.
Pasamos Artilleru yocc,
nombre
grá fico
que
se da a un cerro del
cua
l
frecuentemente se
desprenden
piedr as inmen sas
de
las
q
ue
muchas derr iban
a
l
os
pasaj eros
o a
l
as
bestias,
como
ocurrió
ha
algunos
años con el
señor
Fortunato Monteagu do,
que pereció
víctima
de una
galga
que
disparó
el cerro,
al
cual
por eso le
llaman A rtillero. La
Liter a
tura
Popular
es
f
recuentemente
muy acertada
y
lógica
en
la invención
de vocablos.
Ya
nos hemos
intemado
en
la
montaña,
cuya exhub eranc ia
y
grand iosa majestad
son
para ser
descritas
por un poeta, y para
desc ritos
con
calor.
Allí la
Naturaleza
se
muestra pródiga, rica,
f
ecu
nda,
en toda su
amenazadora grandeza.
E l
río
co
rre
impetuoso
por un
cauce profundo
y el
camino
lodoso y estrecho serpentea por una
lade ra,
que
va
por medio del cerro elevado,
teniendo a
sus pies
el
abismo
y
encima la
inmensidad
de
l
as
rocas crespas
y erizadas
por un
nutrido boscaje:
es una lozanía
vicio sa,
de
la
cua
l
el hombre
apenas
puede
aprov echars e. Los caminos
por
al
seguramente,
por
la est ación lluviosa,
son tan
peligro sos
que
al tr ansit ar
por
ellos
siente
uno en todo su
alcance
el amor de
la
vida.
Hay sitios
en
los cua les la
senda apenas
alca nza
para que pase un
caba llo,
de modo
que un
mal
paso es para rodar 50 o 60
metros
hasta
e
l
río. Lo
que
los
pasajeros
llaman Ba rbaco a,
es
algo
que
inspira
temor el
pasarla.
E l
río ocasio na
a veces el
desgaje
de
una
fracción
del
camino, esp acio vao
que
queda por
encima
de
las ag uas
que van
lamiendo hasta
el
rincón. Para
pasar
semej antes sitios, remiend an,
diremos
sue ldan, las
partes
separadas,
que muchas
veces
tienen
la extensión
de cuatro metros,
con una especie de puente de
palos
y
cha
clas
con
piso
de
tierra,
de
tal
modo que es como
un puente
muy débil. Hay barb acoas
que se
hallan
a
alt uras consid erab les,
como
l
as
hay
otras, como una que
últimamen te había
en
el
sitio denomina do
de
la Media
Naranja”,
que
van casi
tocando
a
l
río.
Antes
de
llegar al si tio
denominado
Máq uina, llama do as
í
por-que es muchos
años que un
español implantó a
llí
una
maqu inaria
de aserrar,
alg unas
de cuyas
piezas
se
hal lan des parramadas c
omo
despojos
de una
lucha
contra
los
obstáculos
de
l
a
Natura leza. A
l
a marg en izquierda
del
río,
vimos
que el
cauce
de éste
estaba
de
f
en
di
do en
gran
ex ten
sión
por un muro de
pied ras grandes ni
más
ni
menos que una
El Antoniano
130 /
junio
2015
121
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
parte de
la región comp rendida
entre
Pichingoto
y
Pachar.
Cerca de este sitio,
como a cosa de una
legua
de
la
Máquina,
dentro de un bosque
inmenso
de
árbol
es,
en el cerro de enfrente del
camino
q
ue
seguíam os, adver timos
una
andenea qu
e
escalonadamente
di vidía
un cerro. Esos
andenes, que son del
mismo carácter
que los
de
Ollantaytam bo
y
Ppisa cc,
no han sido
conocidos ni siquiera vistos
por persona
alg una,
y
si
ahora
los contemplábamos
era
porque
e
l
Dr.
Bingham
trepó por
al
lí,
profa nó la soledad
de esos
paraj es
e hizo
resonar en esos
valles
profundos,
despertando
los
ecos
dormido s,
el hacha
que derribó
los secul ares árboles,
ahuyentó
las boras
de que
abundan
esos
l
ugare
s
y
puso a
la luz
parte de
la ande nería
q
ue
seguramente continúa
en toda
la
extensión
del cerro, en
claro. Este colinda
con
Mac hupicch o,
y
a
l
parecer
forma
parte del
otro cerro
llam ado Hu ainapicc ho,
que se
halla
frente a
aquél.
Desde
ahí
comenzamos
a
apreciar la inmen sa lab or
de
la comisión
d
e
la Uni versi dad
de
Yale,
puesto que por ahí
no
hay caminos, comodid ades ni
puentes.
Ellos vade aban
el río por
diver sos
lugares,
aprovec hando
de
la
poca
crecie nte
de las
aguas.
Estos
andenes se ven frecuentemente
desde
Olla ntayta mbo
por toda
l
a
extensión
de
la margen izquier da
del
río;
a primera
vista delatan la ex iste ncia
de
ruinas,
pues, es
casi
seguro que donde
hay
andenes deben
de haber restos de
ciuda des
o fortalezas.
A las
2 p.m.
lleg amos
a
l
puente de San
Miguel, cuyo piso
se
hallaba
entonces en
deplo rables condicione s. Es
un puente
d
e
hierro
igual
a
l
de
Urubamba,
pero más largo
y
al
parecer más
f i
rme por estar
apoya do
en
un muro
central
de
grandes proporciones
y
en
cuy as
paredes se rompen
hirvientes
la
s
aguas
del
Vilcanota. San Miguel
es un sitio
donde
hay
a
ambas márgenes
al g
unas
chocitas, hechas
de
em paliza das
y con techos
de
paja,
de
tal
modo que el
aire
y
la
luz
penetran por todas
las r endijas
que
dejan
las
paredes de
chaclas tej idas. Es
un
lugar
que
desde el
primer
momento
llama la
atención
del
viajero,
porque
repentina
y súbitamente,
el río que
has ta allí
viene sin muc hos saltos
ni
gran
estruendo, después de
extenders
e
arr
iba
del puente, de
frente, pasando
por
debajo de éste, se
lanza
con un
ímpetu
y un
estruendo
tal,
por entre peñas y
piedras,
que
parece que desde
allí
se diese cuenta de su
poder yse
anuncia se
ante
los
elementos con
un
rugido
espantoso.
Sus turbulentas
aguas
abaten, azotan
los
pedrones que se
alzan
en
el
cauce,
se rompen con
ímpetu
bramador y
lanzan hacia
e
l
espacio
su
l l
uvia
erizada
de
espumas
y
gotas,
que por lo
sut iles
semejan
tenue vapor que se
levanta
de
la
superficie
de
l
as
aguas. Así
atronador e inmenso,
parece correr más
rápidamente
a
l
término
de su jornada.
Y
cuantos contrastes
en
la vida
y cuantas
fat ales con diciones: Escribía est as
líneas,
recordando del
guía Lizár raga,
todo una
buena persona,
cuando
recibo del
cor
reo
una
carta
de
mi amigo
y compañero
Ju sto
A.
Ochoa, que se
encuen tra
en C
collpa n
i
y me
anuncia la tr ágica
muerte de
aquél,
que era
un gamo para trepar
los lugares
más
inacce sibles
y un
valiente
para
detall ar
todos
los ob stáculo s.
El
señor Ochoa me escribe:
Antier
11 de febrero hemos tenido
la
desg racia
de perderlo a nuestro
guía
y
compañero de
excu rsión
don Agustín
Lizá rraga. Iba
muerto
ahogado
en el brazo
del río que corre cerca de
San
Miguel,
pasando
el
puentecito peligroso
que
te
mostré para
i
r
a ver su
chac ra; según
me
cuentan ca
de medio puente, y como iba
sólo
acompañ ado
de un
niño,
no se le pudo
auxi lia r. El cadáver
no se ha podido
halla r,
sin
embargo de haber
sido busc ado
en
la
extensión
de tres
legu as. La de sgracia
ocurrió
a
las
4 p.m. Como comprenderás el suceso
nos ha
conmovido
profundamente".
¡Pobre
Lizá rraga!
Ha muerto, como
morir án veinte
y
treint a,
y como habrán
muerto
cientos
de
person as,
porque el
puente de que me
habla
el señor Ochoa, y
de
l
os
que
hay varios
en
la exte nsión
del
Vilcanot a,
no puede
llam arse tal,
son
pal os
o
vigas atadas
con
lazos
y
c
orde
l
es que se
echan de una parte a otra del río
sin
muros
El Antoniano
130 /
junio
2015
122
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
ni
sostén seguro.
A mí,
cuando me
mostraron
el
tal
puente, me
pareció
ver el
palo peligro so
de un saltimbanquis.
Seguramente
Lizá rraga pasa ba hacia
una
especie de
isla
que
hay
en medio río, en una
pequeña
extensión
y donde
tenía
su sembrío
de
maí z. Las autori dades debier an pro hibir
el
uso de esta
clase
de puentes que sólo son un
atentado
sa lvaje
contra
la exist enc ia;
he
vis t
o
uno que se ha echado en todo el
cauce
del
río.
Ya
cerca de
Ccollp ani encontr amos
a los
señores
Enri que Palma,
el
unive rsitario
L
uis
Ochoa y
J
osé
M aría
Ochoa en
compañía
d
e
quienes
y del
tele grafista
señor Martínez
llegamos
a
la haciend a,
donde tuve mi
alojamiento
cómoda y
fui
tratado con todo
género de atenciones.
Ccollp a
es
hacienda grande,
productora
de
caña,
coca y
frutas div ersas,
se elabora
licor, azúcar
y
chanca cas,
y
va
tomando su
producto
gran incremento
con el celo de los
señores Ochoa que son muy
emprendedores y
lab orios os. Ya
divisamos
los campos cubiertos
de
caña
en extensiones
considerables,
mostrando
sus tallos
nudosos
y
envueltos
de
sus lan ceoladas hojas,
y
l
a
coca de
débil
crecimiento.
UNA
VI SITA A
HUADQ UA.
L A
S
AG UAS
TERMAL E
S
Esperábamos
un
día sin
nubes y
sin
llu via
para
subir
a
Ma chupi ccho
que queda a tres
leguas
de
Ccollp ani. Para gan ar
el tiempo
d
e
algún
modo, el
miérc oles
17
hicimos
una
visi ta
a
la
f i
nca Huadqu iña,
una de
l
as
prime ras
en
producción
y
comodidades
en el
Valle
de
La Con vención, propie dad
de
la
señora Carmen
Varg as vi uda
de
R
omain v
ille,
y que está a
media leg ua
de
Cc ollpani,
en
la
banda
opuesta del río.
Pasamos
el puente de
Ccoll pani
que es de
alambre,
y
cuyo entablado
está muy
destrozado, con
grandes
boquerones
remendados con
piedras,
en
cas
i
toda
la
extensión,
de modo que,
según gráfica
e
ingeniosa frase
del señor
Jo sé María
Ocho
a,
ya
el puente en vez de
piso
de madera lo
tenía
de
piedras. Seguramente
que los
caminos
y puentes del
valle
están
dolorosamente abandonados.
Llegam os
a
Huadq uiña ,
después
d
e
atravesa r
dos puentes de
al
ambr
e
colocado s
sobre los os que pasan por las
puertas de
l
a
fi nca ,
y mandados construir
con
fondo s particulare s
del que
f
ue
acauda lado caballero
señor
Mar ian o
V
argas
que no
fue
Vice -presi dent e
de
la
República ,
porque no quiso.
E l ca serí o
d
e
Huadquiñ a
es cómodo, decente y con una
dotación complet a
de
comp artimiento s
y
enseres.
L a fi nca ,
por sus
habitantes
y
colonos, es una
pob laci ón. Las
maqu i
narias
son de lo s moderno.
E l
señor
A
rteta
nos
dij o
que hace poco montaron
la
Pelhto n
de
gra n
poder que nos
ens
eñó
explic ándono s la
manera de elaborar el
licor,
el
azúcar
y
l
a chan caca .
Dentro de
una
inmen sa sala vim os
el funcionamiento
de
la s máqui nas ,
y
pudimos
contemp
la
r
,
como
la
ca
despojada
de sus
hojas ,
ca
entre
las rotacione s
del
cilind ro
y
conve rtida
en zumo,
recor ría
una serie
d
e
trans formacione s
pasando por
multitu d
de
actos,
hast a
quedar en los toneles
depositada
ya como alcohol.
En
medio de esa
multitud
de ruedas,
poleas,
correas y
tornillos veíam os
moverse
al
señor
Arteta exami nando
l
as piezas
y
dirigien do
el
trabajo.
Después de
permanecer en
Huadquiña
toda
la
tarde,
mereciendo
las atenciones
del señor Arteta,
regresamos
a Ccollpani.
Cerca de esta
finca ,
en
la
banda
contrar ia, exis ten
l
as
agua s termales
muy
salutífer as
que brotan de un manantial,
próximo a una temperatura de 60 grados,
por
l
o
menos.
Mucha s
personas van a
bañarse,
all í
donde el señor don Mariano
Varga s
hizo
const ruir
unas cuatro pozas y
una
habita ción
para los
bañantes.
Para
bañarse en
l
as
agua s mencionada s
es
menester que el
agua
se deposite 12 horas
antes en
l
as
pozas para que puedan
bajar
a
una temperatura conveniente.
El Antoniano
130 /
junio
2015
123
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
A MACHUPICCH O.
L
OS
EXCUR SIONI STAS. CAM INANDO A
PIÉ.
NOCHE EN
SAN MIGUE L.
LA
ASCENSIÓN. PERIPECI AS.
LA
LLEGADA.
En la
tarde del 18
salimos
hacia
Machupiccho,
con
designio
de
pasar
noche
en
San Mig uel
y
subir hacia los
restos de
la
ciudad antigu a,
con el
alba
del
siguiente
día,
para tener el tiempo
suficiente
de
visit ar
y
conocer todo lo que
encierra
el lugar
menciona do. Salimos
de C
collpa n
i
con el
Sr.
Enrique Palma
conocedor de
Mac hupiccho
y
muy atrev ido explora dor, Sr. Jus to A.
Ocho
a,
mi
compañero,
Sr. Luis
Ochoa,
mi
alumno
universita rio
y
aficionado
a
la fotogr afía, Sr.
José María
Ochoa, hermano de los
anteriores,
un
joven regocija do
e ingenioso
espíritu decid or
y
alegre
y buen
andarín
y el
señor
Ferna ndo Palma, vecino
de
los valles
y
un
sportsman muy conocido
en el Cuzco
por
sus aficiones
a
los
j
uegos
atléticos.
Con
prudencia
que
hubimos
de
aplaudir al
día
siguiente, per suadim os al
j
ovencito
A
lberto
López
que se quedara en Ccollpani,
esperándonos, temerosos de que su corta
edad
sufriese las consecuenci as
de una
penosa
cam inata, a
como
cuidad osos
de
l
as
víbor as
que tienen, como su residencia
favorit a, los
cerros y
cami nos
que debíamos
recorre
r
.
En Aob amba,
a una
legua
de Ccollpani,
tuv imos
que desmontar para
dejar las
bestias
y
seguir
a pie
la legua
que nos quedaba para
llegar
a
San Miguel,
pues el
pésimo
estado de
un puente que
apenas
se mantenía
temblando
nos
obligó
a no exponer
la
vida
de
nuestras
cabalgaduras.
Con
nuestras grupas
a
la espalda,
e
n
man gas
de
camisa,
y con
l
as
carabinas,
escope tas,
machetes o
alfan jes
como los
llamaba
el señor
Palma (don
Enrique),
hicimos
el
camino
a
San Miguel
en 30
minutos.
Nos
alojamos
en
la casa
del
malogrado
señor
Lizárraga,
donde hicimos
transcu rrir gran
parte de
la
noche
jugando
a
las cartas
y riendo
l
os
chistes
y
chascarr i
llo
s
de don
José Ma ría, cuyo
buen humor no
decaía
en
los
momentos de mayor
f
atiga
y de
inminente pelig ro. Li zárraga
nos
dijo
que era
dudosa
nuestra
l l
egada
a Machupiccho,
porque el
camino
por donde debíamos
ascenderestaba
completamente
obstruido
por el
ningún
uso que se
hacía
de él, desde
hacia
mucho tiempo. Cuando
preguntábamos
por
la
ruta que
había
seguido
el doctor
Bingham,
nos
dijo
que él
fue
por
otro
camino antiguo
y más
cil
que sube por
cerca de
la M áquina
o
Mandor,
el
cua
l
no
podíam os seguir
por no poderse
vadear
el
río en tiempo de
llu vias,
como lo
hizo
aquél
por
los
meses de
agosto
y setiembre.
Nos
apercibió
de que anduvsemos
cuidadoso s
de
las víbora s
que
suelen
hal l
arse
en
el camino , sin huir ni ofe nder
pero,
q
ue
pisadas inad vertid ament e pican
con resultados
mucha s vece s funestos . A
este
propósito
nos
con que todos
los habitante s
de esas
regione s estaban picados, el
que menos una
vez,
por
aque l
ponzoso
reptil . Tal
es
la
abun danci a
de
ello s
en esos
luga res
que una
vez, sen
nos contó
tranquilament e
Lizárraga,
en un
trabajo
de
cultiv o
de
coca , hallaron,
de
paso y
en
media faena,
en
solo
un
a
ciento
cincuenta víbora s
a
l
as cuales mataron . Los
tres
indio s
que nos
acompañaban,
lle v
ando
prov isiones y apara tos necesa rios para
la
excursió n
nos
contaro n tamb n la
fr
ecuencia
con que
l
as víboras pican
a
las gen tes y
la
manera
como se
cu ran , la
cua
l
es
tan
rbara
como
efica z:
Inmediatamente
de ser mordidos
coge n la cuc hilla
que
siempr e llevan con sigo
y
rebanan una porción
de
carne
de todo el
derredor de
la
parte en que
han sentido
el
aguijón , dejand o
por su puesto
una
inmensa
her ida, la cua l
se queman con
asc uas y
se
caute rizan impasiblement e
con
la sa l
que
llam a
n
de
piedra. Esta curaci ón neutr aliza el
veneno,
pero
los deja inmovible s
por
cinc o
o seis
meses.
Los indio s cuenta n
acdotas
interesant es relativa s
a
l
a
picadur a
de
las
boras
(Picacc) , cuy a
ponzoña tambn
se evita
chupando
la sa ngre
en
el
punto de
la heri da.
Se
avi sa
que un
alem án fue pic ado
por
una
bora
en
la palm a
de
la
mano,
y
no
teniendo
en
es
e
momento
ningú n antídot o recurri ó al
primer
indi o
a
quie n halló
en
el camin o
y
amenazándole
con un
revól ver, le oblig ó
a que
El Antoniano
130 /
junio
2015
124
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
le chup ase la
parte
picad a.
De este modo
salvó
su
vida, ponien do
en
grave riesgo la del
indio
que
feli zment e
no
tení a la
menor
herida
en
la
boca.
Amaneció
el
día
19 con una
lluvia
copiosa
que
encharcaba
el suelo y
oblig aba
a los
pa jarillos
a
ocult arse
en el
umbrío
foll a
je.
Aban dona mos las
i
mpro
visadas
camas
a las
5.30 a.m.
Sal íamos
con
nuestras
cargas,
cubiertos
de sendos ponchos,
las
mismas
person as
del
a anterior
más don
Agustín
Lizá rraga
que armado de un inmenso
cu chil lo,
nos
serv ía
de
guía. Pasamos
e
l
Ante s
que él siempre
subían ,
y aún
viviero n
ahí,
much as personas
qu
e
culti vaba n calabaza s,
yucas,
camotes y
cañ a
de azúcar.
E l
f
inad o
señor Lizárraga
subí a
con
frecue ncia
en
años anteriores.”
puente y
saltando
por
piedras
y palos
alca nzamos
a encornar
l
a
entrada de unos
tupidos mato rrales
por donde, se nos dijo,
debía
de ser el
camino. A
más de
la
menuda
llu via
que nos
mojaba,
l
as
ramas
de los
árboles
y
arbust os, al
ser
separadas
por
la
manos y
los palos
nos
regalaban también
con
nueva lluvia
mojándonos
con
las gotas
que
fueron
a
cobijarse
en
sus
verdes hojas.
Camino
no lo
había ninguno,
seguíamos
ascendiendo
por una pendiente
em pinad ísima,
por una senda bastante
apenas
para que
corrie se
una pequeñísima
cantidad
de
agua. Ya
era un tronco de árbol
que nos
sería
para
encaramarnos
o
salvar
un
feo paso,
ya las ramas ca ídas
de
l
os
árboles
nos
servían
de
asc ensor es. La grad iente
se
hacía cada
vez mayor, y en
e
l
primer
momento
creí amos
encontrar
algún
abismo
que nos
hubiera
detenido.
Hacia media
hora
que
subíamos casi verticalme nte llenos
d
e
sudor, y con
los sculos
de
los pies
que se
nos
adormían,
por entre un bosque cerrado,
a
cuyos lados
no se
veían
más que el
cet
ro
crespo,
erizado, inmenso
y
abajo
el río
qu
e
entre
alarid os
ensordecedores
arras traba
sus
tumultuosas aguas.
La lluvia seguía
insistente
y el
cielo
brumoso ynegro
parecía
un campo
de
luto
y
desol ación;
una espesa
neblina
nos
cubría impidiéndo nos casi
ver el
camino. El
señor
Enrique Palma,
con su machete,
qui taba las ramas
de
l
paso y nos
proporcion aba
otras que
inclinándose
hacia
nosotros nos
servía
para suspendernos.
Est aríamos
a ochenta metros sobre el nivel
del río, cuando nos
sorprendió
ver
bajo la
concavidad
de una roca
algunos choclos
de
maíz
seco,
oll as, pellejos
y otros
útiles
d
e
cocina,
allí
donde
apenas chir riaban
insectos
y
pia ban tristemente los pájaros. La sub ida
se
hacía casi im posible, habí an
momentos en los
cuales desmayaban
nuestros
ánimos,
pero
viendo la volunt ad
y
entusi asmo
con que
Lizá rraga
y
Palma
se
perdían
en el bosque
buscando
y
señalá ndon os la vía,
nos
contempl ábamos
y
se gamos la
pereg rinación,
comiendo
algo
de cocacon
chancaca,
lo que nos
sal vó
de
los efectos
del
soroche que nos
ha cía vac ila r.
Contar las
dificult ades
y
peri pecias
del
camino sería
para
parecer
exagerados,
es
necesario
i
r
,
subir
y
fatig arse
como
los
que excursionábamos,
para comprender lo
d
ifícil
de
la
ascensión.
Baste decir
que
mirando
de esas
altur as,
el
vérti go
nos
impedía seguir contem plando
las
casas,
que humeaban desde
l
as
márgenes
de
l
río.
En
un momento en que yo
iba
subiendo
agarrándome
de
las raicillas
que se
atravesaban
el
camino,
me
cogí
a
algo
q
ue
parecía
un
palo,
cuando
velo z,
se deslizó
entre
mis
dedos de
la
mano
algo m uy frío
y
visc oso,
cre
í
haber tocado una
b ora,
y casi
por una
aprensi ón, muy explic able, sen
que
el dedo
pulgar
se me
hinchaba
y dolía,
después
v i
que
segurame nte
era alguna
culebra
que se
hallaba dormi da
y
a
l
sentirse
El Antoniano
130 /
junio
2015
125
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
tocada
huyó
ha cia
el
matorral.
Después
d
e
una
ascensión
de tres horas, por
fin
llegamos
a
la cúspi de
del cerro, desde donde se
divi saba
el río como un
hilo
de cobre y
la
quebrada
como una maroma
negra. El
grito
de
¡Ma chupi ccho! Lanzado
por el señor
Palma
nos repuso de
la inmen sa fatiga
q
ue
nos
abrumab a.
Desde
allí
pudimos
ver
a
l
otro
lado
del cerro una
amplia
meseta
o
expl anada,
siempre
cubierta
de enmarañado
boscaje,
en medio del
cua
l
se mostraban
algunos
trozos que
semej aban casas
o ruinas
de
edifici os.
Descendim os hacia
ese
luga r,
y
repentinamente reparamos que
cam iba mos ya
por
unas galerías
que
hac
ia
a
la
derecha
estaban limit adas
por una
especie de
cuar teles
de
piedra
bruta y de
carácter ciclópe o. Estábam os
en
Machupiccho.
MACHUPICCH O. ANTECEDENTES.
EL
NOMB RE. LA CIU DAD. LOS EDIFI C
IOS.
SUS DIMENS IONES.
SU
CONSER VACIÓN.
SEME JANZ A S Y
DIFER ENCI AS
CON OTROS
MONUMENTOS.
LA OBRA
DEL
DOCTOR BINGHAM.
La vi sta gene ral
de
Machupicc ho
puede
decirse,
parodiando
una
frase
de
Víc t
or
Hugo, que semeja un conjunto de ruinas
donde brotan
f
lores
y
árbole s. Tal
es
la
fecundi dad
y
exuber anci a
de esos lugares,
que para poner en
descubier to
esos restos
ha
habid o necesid ad
de tronchar
numerosos e
inmen sos
árboles que yacen
tendidos entre
la s
paredes y
calles ,
y las
ramas
secas ;
los
arbus tos
muertos, las
plan tas diezmada s
dan
al si tio
un aspecto
de
impone ncia
y de
suge stión
históricas. Toda
la poblaci ón,
o sea todo
el área en que se
halla n
los restos de
salas,
habi taci ones ,
torreones,
casa s
e
Int ihuata nas ,
ocupa en cálculo
aproximado ,
unos
mi l quiniento s
metros
de perímetro, todo él siempre ocupado en
su mayor parte por el
boscaje
tupido
e
impenetr able.
Por entre
la s
paredes y
sobre
ellas,
se
levanta n arbus tos
que
encaramad os
a los muros semejan
gu irnal das
que exornan
la ca nsad a
cabeza
de una
viej a
generación.
El lugar
parece recordar
la situ ación
de los
ant igu os cast illos feudal es, así
en parte
inacce sible,
como
nido
de cóndores, con
puentes,
ras trillos,
puertas, que
e
n
Mach upiccho
están
subsanadas
por
la
casi
inacce sibilidad
de
los
cerros que le
sirven
de
pede stal. Hacia arriba
se
divisa la regi ón
de
la
Máqu ina,
el
lugar
de
M ed ia Naranja, al
frente
Huayna piccho,
y
hac ia abajo Ccollpani
y San
Miguel
que parecen emerger del abismo.
Como
di je
antes,
Machupicc ho
es
compren sión
de
la finca Sill que
de
la
f
amilia
Nadal.
No es
verdad
que el doctor
Bingham
haya
sido
el
descubri dor
de esos restos; él
les
ha
dado
la vida
de
la fama
y del interés
arqueológico. Antes
que él siempre
su an,
y
aún
vivieron ah í, mu chas
personas que
cultiva ban calabazas, yucas,
camotes y caña
de
azú car. El
f
inado
señor
Lizárraga su bía
con
frecuencia
en años anteriores.
El
14 de
j
ulio
de 1901
(hace diez
años),
subler on
a
Machupicc ho
por el
camino
que
siguió
el doctor
Bingh am,
un señor Gavino
Sánchez, vecino
de
Cay cay,
y
los
señores
Enrique Palma
y
Agu sn Liz árr aga,
quienes
visi taron
todas
las rui nas
y recorrieron sus
compartimientos;
pero, como ocurre
siemp re,
no
fueron
por
interés científico
e
his tórico, sino
en
busca
de lo que muchos
pretenden y de
aquello
que a
algunos
les
qui ta
el sueño, para
ir
a
excavar
l
ugare
s
donde
hay
monumentos
antiguos. El
señor
Palma
nos
dijo
que
hall aron
una cuerda de
cabuya, junto
a una
momia;
tan bien hecha y
conservada
estaba
la
cuerda que
la utilizó
p
or
mucho tiempo.
Machupiccho
ha
sido
pues,
conocido
por
much as personas,
aunque su celebridad
tengamos
que
debe rla al
doctor
B
ingh a
m.
Toca a
l
os
Qu echu istas des cifrar
l
a
signific ación etimológica
de
la
voz
Mac hupicch o,
y de otras
cuyo
conocimiento
El Antoniano
130 /
junio
2015
126
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
pueden
suminist rar
datos
muy
apreciables
para el
conocimien to
de
muc has
cosas
ignoradas
o poco
sabi das. Mach upiccho
es
una
palabra comp uesta: M achu (viejo)
y
Piccho,
que parece
disinencia
del verbo
Piccha r,
que para
los in dios
es el acto
d
e
masc ar la
coca.
Eso
de que
a
l
lado
d
e
Machupiccho haya
otro
sitio
histórico,
denominado
Huaynapi ccho, palabra,
en
la
cual Huayna (joven)
es opuesta a Machu
(viej o),
parece ser
algo inte resa nte,
s
i
tenemos en
conside ración
que
hay
muchos
luga res
que tienen
parecidos
nombres,
como
Huay namuraya ca
y
Mach u
muraya c
a,
en
Qui spicanc hi,
donde tenemos
las
voces
Machu
y
Huayna formando
el compuesto
con Murayaca.
Después de
bajar
unos
doscientos
metros
de
la cú spide
del cerro,
camin ando
por un
desbrozado de
hierbas
y, como
dije
antes,
por el
algo
as
í
como una
galerí a,
se
lle ga
a
una portada,
muy semejan te
a
la
d
e
Sala -Punco, situa da
en el
camino
entre
Ollanta ytambo
y Torontoy.
Dicha
portada es
de
mayores proporciones relativamente
a las
de su
género
y es
vi siblemente la
entrada a
la
ciudad
de Machupiccho.
Las piedras
de que están
formados
l
os
muros
lateral es
de
l
a
portada son
cuad rangulares
y
li g
eram
ent
e
tra bajadas,
y se
hallan
un tanto
movida s, algunos
p
or
desprenderse por
las raí ces
de
arbustos
que
crecen de
sus inte rsticio s. El puli do
y unión
de
las pied ras segur amente
que es
inferior
a
la
portada que da
acceso
a
l
as
notables
galerí as
de
Ollant aytambo,
pero en
la
magnitud
de
las pied ras
del
umbral,
en
la
altu ra
de éste y un
detalle
extraño de que
habl a luego,
es
superior
a
la
de éste.
L
a
altura
de
l
a
portada es de dos metros
cuare nta centímet ros. Las
paredes laterales
están
form adas
sólo por
cinco piedras
y
tienen un ancho de
diez cen metro s.
L
a
forma
es siempre
la
de un trapecio.
El umbral
no está
formado,
como ocurre
generalmente,
por una
sola pied ra, sino
por
dos
unid ades,
de dos metros veinte
centímetros
de
largo
y
sesenta
centímetros
de espesor.
La for ma aprox imada
pu
ede
reconstruir se
por
los siguientes datos:
Ancho
de
luz
por
la
parte
cercana al umbr al,
por
dentro, un metro
cincuenta centímetros;
id,
por
fuer a,
un metro 55
centímetros.
Por
la
base: por
f
uera
1 metro 59
centímetro s;
por
dentro un metro 50 centímetros.
El detalle
de esta
const rucción
que no se
encuentra
ni
en
Oll antaytambo, ni
en
Pizca
n
i
en Torontoy, y es probable que tampoco lo
haya
en
Choqquequirau,
puesto que nada
parecido
aparece del
dia rio
del doctor
Bin gham,
sobre
estas ruinas,
es una especie
de
collar
o
argolla
de
piedra
de siete
centímetros
de
diámetro
que
arranca
en
posici ón
hor
izont a
l
de
la
parte de
atr ás
del
umbral, semejante,
en
f
orma,
a
las
piedras
aguj ereadas
y
puestas
como
clav os
en
l
as
cuad ras
y
corrales,
para
amarrar
l
as
bestias.
En la
portada a que me
refie ro dicha
argo
lla
es
distinta
de
la pie dra
del
umbral,
o mejor,
está
encaj ada
en ésta, pero en
algunos
otros
grupos
de
construcciones forma
con el
umbral
un solo cuerpo, es
decir
que esas
argollas
se han
f
ormado
gastando
el bloque
de
piedra.
Como
pasa
con
las
alacenas,
alt ares
y
los clavos
o
apéndices
cilíndricos
que
existen
entre
las primera s,
as
í
en
Choqquequi rau
como en
Tonrontoy
y
Mac hupiccho
se
igno ra
—y no es
fá
cil
saberlo
el objeto de esos collares.
Tuve ocasión
de
habl ar
sobre esta
particula ridad
con nuestro
sabio
maestro
doctor don
Antonio
L
orena,
según
cuya
opinión los collares serí an
para
colg ar
de ellas
algunas tel as, hilos
o
ciertos signos
que
indicab an la
hora en que el
Inca
o personaje
notable
que
resi día
en el
edi ficio
no estaba
visi ble
para
los extrañ os. Y
esta presunción
se robustece ante el hecho de que
los
tales
collares
se
hallan precisame nte
en
la
mitad
de
los umbrale s,
como
s
i
sirviesen
para
colgar alguna cortina
o telón.
Cuando nos
hallábamos contempl ando la
fortaleza encontramos
a un
indio
que
salía
carga do
de un
gran bulto
de
la galería,
cuya
entrada es
aquella.
Quedóse asombrado
al
vernos en esas
alturas,
a
las cual es
rarísimas
El Antoniano
130 /
junio
2015
127
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
veces, según
él,
asce ndían las
gentes.
Ave riguamos
por él y nos
dijo
que se llamaba
Anac leto Alvar ez
y que hace ocho años
vivía
en
Machup icch o, cuyas tierras
de
l
abranza
conducía
por doce
soles anuale s; agregó
q
ue
cansado
de
la soledad
y del
aislamie nto
se
retir aba al
puente de
San Miguel do n
de
conducía sus
pobres y
mise rables
enseres y
cosas. Así
supi mos
que el
mz
y
los
rastros
que
hallamos
en
la cue va
del cerro que
habí amos subido
eran de
Al vare z,
quien
hacía
su
traslación
escalonadamente
por
la
gran dificult ad
del descenso.
Pasand o
l
a
portada
se penetra en
una
ancha
galería , protegid a
a
los lado s
por muros de
piedra bruta
de
carácte r ciclópe o
que conduce
en un
descenso muy suave
a
unas grad eas
de
piedra tallada s
en
roca,
por
l
as cuales,
se ve
claramente,
se penetra en
el corazón
de
la
ciudad , cuyas ruinas
se
presentan ya
en
conjunto,
con
sus calle s estrech as,
torreones y
ciudadela s,
todo por
supuesto cubiert o
en
mat orrales, arbus tos y árboles
diversos.
Bajando hacia
l
a
derecha,
observamos
que
de una choza de techo de
paja sal ía
una
columna
de humo negro, como
s
i
en
ella
se
estu viese
quemando
algo. Lleg ados
a
la
pequeña puerta de
forma
de
trapecio,
vimos
que en
dic ha habitación había
efectivamente
moradores,
ellos
eran
la
mujer y tres niños
del
indíge na Alvarez. Los tristes vecinos
de
esa
pobre
covacha
no
pudieron
pronunciar
una
palabra luego
que nos
vieron,
temerosos
de que
les hiciér amos
daño, pero repartimos
pan entre
los niños
que
estaban
ca
si
desnudos y
convenci dos
de que éramos
gentes
de
bien
se
repusieron
de su estupor.
La habitación referida
es una
pieza
de tres
metros de
largo
por dos metros de ancho,
toda
ella
es
con strucción antigua
con piedras
de
sille ría puli da
en
los
bordes y parecen
almo hadill as, muy seme jante
en su
forma
de
construcción
y de
ángulos
a
la
pared del
callejón
de
L
oreto
del Cuzco, de
tal
modo
que su morador para
habitar la
no ha tenido
más
trabajo
que
cubrir
el techo con
palos
y
paja,
y por
l
a
parte de
atrás, cuya
pared está
dest ruida,
poner
hasta
el techo
estacas
que
semejan
una
em paliza da. Es,
pues, una
habi tación
eminentemente
prec olonial, si
con este nombre pueden
bauti zarse
todas las
construcciones anteriores
a
la conqui sta,
bien
sean
anteriores
a
l
último
período de
la
civiliz ación
quechua
representada
por el
Impe rio
de
los Hijos
del
Sol, sirvien do
de
morada a
los
hombres del
siglo
XX.
De
la
puerta de
la habit ación,
tomando
la
derecha se ve una
escal inata
hermosa
d
e
piedra
con tramos
anchos
y regularmente
formados
que conducen
hacia
el grupo de
construcciones
que quedan en
la
parte
ba
ja
de
la ciudad. Antes
de penetrar por esas
graderí as,
por
indicación
de
nuestros
guías
nos
dirigimos
de frente por una senda muy
abierta
y
llena
de
charamu scas
entre callejas
estrechísima s;
a
saltos
de un tronco a otro,
como a
cincue nta
metros más
allá
de
la
prime ra habitación
que
hallamo s,
nos vimos
frente a una hermosa y
gran sala
a
la
q
ue
rodean
varias
otras
piezas, también
de
piedra,
pero no
tienen ni la m agnificencia
de
los detalles
n
i
la impo nencia
de los
materi ales,
n
i
el
primor
de
la perfeccn
en
la
soldadura
de
los sillare s, ni las
proporciones
ni dimen siones
de aquélla.
Lo
primero que
llama la atención
es un
inmenso monolito cuadrangul ar
que,
arrancando
de
la
pared del
fondo,
sobresale
a manera de un trono o
altar destinado
a
alguna divini dad
o
personaje
de altas
preminencias,
y a
cuy os lados
se ven dos
pied ras
de menos
dimensione s,
pero que
semejan sitios
o puestos
secundarios
de una
trin idad
de
ído los
o
perso nas. Dichas
piedras
se
alzan
del suelo y rematan
cas
i
en
la
tercera de
la
pared.
El
monolito
del
fondo
es
de roca
ligerame nte trabajado,
tiene de largo
4 metros 36
centímet ros;
1 metro
d
e
espesor, su
altu ra
del ras del
suelo
es de un
metro
cincuen ta centímet ros; sale
de
la
pared
hacia delan te,
setenta y cuatro
centímetro s.
Se
trata seguramente
de un
lugar
de
adoración
o de un palacio.
La sala
tiene
la
pared del fondo y las
later ales faltán dole
solo
la princi pal
o sea
la
fachada,
para dar
idea
de su
f
orma
completa.
El Antoniano
130 /
junio
2015
128
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
No puede darse
mayor primor
de
perfecci ón; a
llí
se ha
unido
lo
monumental
y
grandio so
con lo
regular
y simétrico.
Los
muros
laterale s,
puede
decirse
que
están
form ados solo
de dos
inmenso s y
trabajados
monolito s,
que se
suelda n
o
enchapan
con
la
pared
del fondo mediante
tres
piedras
de
la
forma exi gida
por
la colocació n
de los
monolito s
que
tiene n cuarent a y
tres
centímetro s
de
la rgo ca da un a. E l
monolit o
de
la
derecha
tiene
de
largo
tres metros diez
centímetro s,
de
anch o y
de espesor ochenta y
dos
centímetros.
E l
de
la izquie rda tie ne
tres
Lo primi tivo ,
l
o
rudo y lo
grandioso
que
caracterizan
los primer os pasos
del
hombre,
mezclad o,
en
curioso contubernio
con
la
obra
pulid a magní fica
y
artísti ca
de
los
momentos
de
esplendor
de una
civilizaci ón
extraña.”
metros
novent a y
ocho
cenmetro s
de largo;
dos metros
treinta cenmetro s
de
alto
y
noventa cenmetro s
de espesor;
el
primer
monolito
tiene 12
esquinas.
Toda
la
habi tación
esta
f
ormad
a
de 166
piedras,
de
l
as cuales,
las
de
pequeñas dimensiones
son
aplanada s
y
paral elográm icas . En esta sala
no
habían
de
fal tar ni
l
os
nichos
o
alac enas
que
hay
en
Olla ntayta mbo, Pizca ,
Torontoy y
Choqquequi rau,
ni los clavo s cilíndrico s
de
piedra
que
ornamentan éstas
al
parecer
hornaciones
de
ídolo s y divinida des . Existe n
17
alace nas:
10
laterale s y
7 en
la
pared
del
fondo.
Los clavos
o
apéndices
de
pied ra solo
existen
entre
estas
últimas.
La habitación
tiene 6 metros 43
centímetros
de
largo,
7 metros 77
centímetros
de ancho.
Las
paredes laterales
tienen de
altur as, la
de
la
derecha 3 metros
69
centímet ros; la
de
la izquie rda,
3 metros
94
centímet ros; la
del
f
ondo,
hasta
el plano
altar formado
por el
monolito,
2 metros y
medio.
Las
paredes
laterales
en
sus
extremos
libres
demuestran
claramente
una especie de
corte
oblicuo
que hace que
la
base qued
e
sobre saliente
con
relación
a su remate, y
asimi smo
presentan en
las pie dras
de
la
cúsp ide
una
casi profunda concav idad,
que
al
parecer
servía
de
encaje
o
soldadura
con
la
piedra
del
umb ral
que ha
desaparecido.
Esta
clase
de
conca vidades
se notan
casi
en todas
las hab itac ion es
de
Ma chupi ccho. La
sala
cuya desc ripcn
acabo de hacer,
imperfec tamente
por supuesto, es lo mejor
que
hay
en
Machupi ccho,
entre
las ru inas
de
salas
o
habitaciones
que se
alzan
sobre
la
exuberante
veget ación
de esas inhabitadas
alturas
donde sólo
la víbora
se enseñorea
con su
temible
obra de ponzoña.
Hacia la izquierda
de
la sala,
como a diez
metros de
di stanci a,
se encuentra otra
habi taci ón larga, cuy os
muros están
formados
de
piedras rectangu lares
de
pequeñas
dimensiones,
pero
cu yas neas
d
e
rincón
son tan
perfectas
como
las
de Maruri,
en el Cuzco. Tiene de
largo
10 metros 42
centímetros
y de ancho 4 metros.
En la
mitad
de
la pie za
y
hacia
el
rculo
que
forman la sala
y
las
otras
habitaciones,
hay
una especie de
colum na
o
pil ar
que tiene 2
metros 7
centímetr os
de
alto
del ras del
suelo;
77
centímetros
de ancho.
En
su parte
superior
muestra
claras huell as
de
q
ue
soportaba
el
umbral,
lo que prueba que esa
pieza
eran dos
hab itac iones, cuya
pared
mediane ra
se ha destruido.
En ella
se
cuenta cinco alace nas
la
terales
,
que tienen
la pa rticula ridad
de ser de
mayores dimensiones
que
las
ordinarias.
Inm ediata
a esa y enfrente a
la
sala
princi pal, hay
una
habit ación
pequeña con
paredes de
piedra
bruta
rellen adas
con
barro, pero que tienen,
así
como
las
alacenas
El Antoniano
130 /
junio
2015
129
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
de
las
otras,
los cla vos cilín dricos
de piedra
negra muy pulida
y
encorvados ha cia
abajo
por
los
extremos, lo que
les
da una
apariencia
p
artic u
la
r
.
A la
derecha de
l
a
sala
se ve
un
semicírculo
formado
por una roca de muy
esca sa altura, semej ante al rculo
que como
base del
I
nt i
huatan
a
se ve en
Pizca;
a
e
ste
semicírculo
le
falta
el
cilindro
de
piedra
en
que
generalmente
rematan
los
restos
llamados
Intihuatanas.
Para pasar
de un
lugar
a otro,
vis itando
los
restos que en
grupos diversos
se
hallan
en
Mac hupicch o,
es
necesa rio subir
o bajar
gra derías
de
piedra cubie rtas
de
male zas
y
arbusto s,
pues que
casi
todos los
compartimientos
están en
distinto
nivel.
Subiendo
por
la
parte de
atr ás
de
la sala
se
encuentra otro
Intihu atana grande,
de forma
circula r,
en
cuyo
centro se
alza
una argolla,
en vez del
cilind ro ordi nario, muy
semejante
a
la
del
umbral
de
la
portada de que
ya
he
habl ado. Esta argolla
tiene
la partic ulari dad
d
e
arrancar
de
l
a
mis ma plata forma,
con
l
a
que
forma
un solo
conjunto.
Cerca de éste se
encuentra otro
Inti huatana
que remata en un
poliedro
de 4 caras.
Estos Intihuata nas
se
hal lan
generalmente
situ ados
en
las mayore s eminencia s del
cerr
o.
Desde el
sitio último
en que nos
hallá bamos, divisam os, hacia
l
a
izqu ierda,
y
en
la
parte
baja
del andén otro grupo de
ruin as
en
claros muy
estrechos que parecen
calles. El sitio
es montuoso y donde se han
derribado inmensos
y
gruesos árboles
que
tendid os
en toda
la extensión
del campo y
en todas
las direcciones form an
como un
inmenso
puente o una
malla
f
ormida
ble
sobre
la cual hay
que
camin ar
para
trasla darse
a
aquel
l
ugar
después de
bajar
del
andén
dejándose
caer por
los
troncos que
hacen entre el
lado s uperior
y el inferior.
Llegan do al
pie de
los
muros más
altos
se
encuentra uno con una pared hecha de
piedras pulidas cuadran gular es, pare cidas
a
las
de
la calle
de
Mar uri
y de
unión
muy
delica da
y
perfect a.
Desde el
suelo,
que es
una
calle,
entre dos paredes
muy
cercanas
mide el muro siete metros y medio
d
e
altura. Encarama dos
a un tronco subimos
dicha
pared que da
acceso
a un terrado de
50 metros
cuadrados
de
extensión,
d
onde
en
la actuali dad
crece el
maíz
sembrado por
el
vecino
de
Mac hupicch o, An acleto
Al v
arez
.
El
muro
ta
l
como está parece
ser vir
de
cuar t
el
parapeto a ese terrado o plaza.
Después de correr unos trescientos
metros y
bajar
del andén en que nos
hall ábamo s, encont ramos
en
la
pendiente
escal onada
del cerro una especie de baño
o
pozo de
piedra cuadrangular muy
semejante
al llam ado
baño de
la
Ñustta
existente
en
Olla ntaytambo.
Tiene en su parte inferior
una especie de
desagüe
que
comunica
con
otro
pocito
o baño de
igual forma
que se
encuentra en
nivel inferio r,
en esta forma
escalonada encontr amos
en el descenso del
cerro
seis
de esos pozos,
los
que
según
los
indígen as,
se suceden de
idéntico
modo
hasta
el río, es
decir
una pendiente de 200
metros de
extensión,
hoy
cubierta
por un
bosque cerrado e
impene trable,
pero
cubierta
toda
ella
de un
sistema
de andenes
que
circundan
todo Machupiccho.
Todos
los naturales
que conocen esos
pozos
aseguran
que
ellos
eran
l
avader o
s
de
oro; pero teniendo en
cuenta
que
casi
en
todos
los sitios
o
ciudades
de
impo rtancia
los
antiguos
peruanos
constr an canales,
con
intermedio
de
reci pientes
o
cubetas
d
e
piedra,
creo yo que
los
pozos en
cuestión
no
significan
sino conductos
por donde
descen dían, bien
sea
la chic ha sagra da
de
la
s
libaciones
o
la sang re
de
las víctim as
de los
sac rificios,
para
ir
a perderse en
la
profund idad
imponente de
la
quebrada.
El
hecho de que unos
pocitos
se comunican
con
los
otros no puede darnos otra
idea
q
ue
el de
acueductos
para objetos de culto.
Garcila so relata
que en
diversos
puntos estos
cana les servían
para
las gra ndes
l
iba c
ion
es
en
honor del Sol.
Subiendo
del
lugar
de
los
pozos,
cas
i
al
pie
de
la choza
del
indio habit ante
de
El Antoniano
130 /
junio
2015
130
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
Mac hupicch o,
se
destaca dominando
las
andenerías bajas
una construcción
sorprendente por lo rara,
grandi osa
por lo
monument al,
y
reveladora
por
los
detalles
especi ales
que
la
rodean.
En
esa
construcción
es lo
primitivo,
lo rudo y lo
grandioso
que
caracteri zan los
primeros
pasos
del hombre,
mezclado,
en curioso
contubernio
con
la
obra
puli da ma gfica
y
artí stica
de
los
momentos de
esplendor
d
e
una
ci vilizaci ón ext raña inexplic able,
per
o
efectiva
y
grande. Junto
a una gruta
semejante
a una
vivie nda
de
Trog lodi tas,
se
admira
una
construcción parecida
a una sola
case ría
o a una torre
babiló nica.
A llí
se
manifie stan
en
íntimo conso rcio la
obra
grande
de
l
a
Natura leza,
con
la refinada
del
hombre.
Es
una roca
inmens a,
una mole formidable
de siete metros de
altura, coron ada
por una
especie de
Inti huat ana
de una mampostería
de
piedra acabada,
por
la re gularidad
y pulido
de
las pied ras,
como por
la unión
de éstas.
Sobre
la
roca que se
alza enhiesta
se ha
construido
en
forma circular
un torreón
q
ue
vis to
desde
abajo
recuerda una construcción
primo rosa. En la
parte
inferior
de
la
roca
qu
e
mira hacia
el río, se ve una puerta oblicua
tria ngular abierta
en esa
masa uniforme
d
e
piedra,
y en esa
gruta
o
cueva,
en el seno
disgrega do
de
la
roca se encuentra una
habi tación ornament ada
de muros de piedras
cuad rang ulares, iguales
a
l
os
de
Olla ntaytambo,
de
alacenas
de doble
f ila
y
d
e
clav os
de
piedra
que dan a ese
lugar
un
aspecto imponente y
sombrío.
Parece
q
ue
un
titán,
un
gigante
se
hubiese desliz ado
por
una
grieta
de
la
roca, y con el
colo s
al
esfuerzo
de
sus espaldas, al leva ntarse
l
a
hubiera disg regad o,
quebrantado y
d
ividi d
o
en dos partes
des igua les,
una
la
de
la
izqu ierda,
mayor más
i
nme
nsa,
y
la
de
la
derecha, un trozo
media no. La
parte de
la
izquie rda
se
inclina
a
la
derecha pero para no
dejar
que se
vuelvan
a
unir,
para hacer un
juego
de
capricho,
esas dos
frac ciones
se han
unido
con una especie de pared pequeña,
muro o
colum na
de
la misma
construcción
que
la
parte
alta
del torreón.
Ese
trozo de
mampostería semeja
una
chapa
hermosa de
dos
fragmentos
de roca
separados,
sobre
la
cual
se
mantu viese la
mayor
porción
de ella.
Es
un remiendo de
piedra pulida
y labrada,
hecho en una roca bruta,
ta
l
como
la hizo la
Naturaleza.
Penetrando en esa
especie
de
gru ta
se
llega
a una
pieza
húmeda
irregul ar
de ocho
metros
cuadrados
de
extensión, cuyo
techo
está
f
ormad
o
de
piedras labradas.
Sus
paredes están, como
dije
antes, formadas
por muros de
piedras pulidas
que
constit uyen
como el decorado de ese
subterráneo
curioso
y extraño. Arrancando
del ras del suelo se ven cuatro
nichos
o
alace nas
de
mayores dimensiones
que las
que
ordinari amente existen
en ruinas
semej antes,
su
altura
es de 1 metro 77
centímetro s,
su ancho en
la
parte de arriba
de 47
centímetros
y en
la
base de 65
centímetros,
y su
profundid ad
es de 20
centímetro s.
Tiene
exactamente
todas las
dimensi ones
para que se
encaje
un
h
ombre
de
alta est atura,
con un
espacio
suficiente
por
afuera,
para poner un muro
al
mismo
nivel
de
la línea
que el resto de
la
pared.
Encima
de
estas alace nas
se encuentra dos
pequeñas,
cuya altura
es de 55 centímetros,
ancho en
la
parte de
arriba
de 32
centímetro s,
y en
la
base de 40 centímetros,
con una
profun didad
de 28
centímetros.
En
el muro se
destacan también
dos
clav os
de
pied ra delg ada
y
pulid a. Al
entrar en
la
cueva
hay
tres
secciones
de tronos regulares
formados
o
l
abrado
s
en roca, y
casi
todo el
círculo,
tocando con
la
base de
las
alacenas
grandes,
está rodeado de una
especie
de
corni za
o
plataforma también
de piedra.
En la
parte
interior hay
un enorme agujero
figurando
un
asiento
que
delata
las
exca vaciones
que en ese
sitio
se han hecho.
En
muchos
lugares
se notan
ve stigios
de
haberse hecho
ex cavaci ones, sin
duda
obsesionados
por el
interés
del oro que se
cree
exi stir oculto
en esas
regione s,
en
proporciones
f
abulosa s
.
Las alac enas may ores
por sus
dimensi ones,
por
la gruta
en que se
hall an
y
El Antoniano
130 /
junio
2015
131
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
por el aspecto
casi sombrío
del
recinto
hacen
pensar que ese
sitio fuese
un
lug ar
de castigo
o de torturas.
Es sabido
que entre los
ant iguos
peruanos
l
as
fal tas graves,
l
as
atroces, contra
l
a
pureza,
sant idad
del culto,
la ca stidad
de
las mujeres escogi das
se
cas tigab an
con
la te rrible
pena de
emparedamiento.
Tal
vez, esos
nic hos
lo
eran verdaderamente para
conservar
y
guardar hasta
después de
la
muerte el
cuerpo de
los infelices
delincuentes.
Al lado
de este torreón, se encuentra otr
o
muy semejante,
pero
sin
l
a gruta,
y
ya
muy
destruido;
en su
coronación
ofrece el mismo
carácter
de
construcción
que el
anterio r,
as
í
en
la calidad
y
puli do
de
las pied ras
como en
las neas
de
unión. Encima
de este último
exis te
un
pocito
o baño de
piedra
de 7
centímetros
de
profundi dad
y de dos metros
de perímetro.
De este
sitio
se
pasa
a una
habi tación
que
no tiene
sino
parte de
sus
muros de piedras
cuad rangulares,
con 16
ala cenas
pequeñas y
muchos clav os coloc ados
entre aquellas.
Próxima
a
la anterior
y
cas
i
sobre el
torreón
princip a
l
hay
un
espacio
grande
rodeado de muros, que parece una plaza
circular
de
alg una imp ortancia.
Tiene seis
alac enas
pequeñas y dos
grandes
y
c
omu
nic
a
con una
habit ación muy semejan te
a
la
gal ería
de
Olla ntayta mbo;
está ornamentada
por nueve
alacena s,
con
clavos
cilíndricos
entre una y otra.
En
un extremo de esta
pie za exi ste
un
hueco
grande
que penetra
hacia
adentro en
forma oblicua,
y
cuyo
término no se conoce.
Es
uno de esos
subterráneos
tan comunes
en el Cuzco y otros puntos, que se conocen
con el nombre de
Ching anas,
y sobre los
cuales exis ten tradiciones
populares
fant ástic as
e inverosímiles.
Tras las an teriores piezas,
y casi
comunicán dose
con
ell as,
se encuentra una
portada de dos metros de
alto
que da
entrada a una
habitación cuadr angular
de
paredes
ig uales
a
l
as
de
l
as ya des critas,
p
ero
que tiene
la pa rticula ridad
de contar con dos
puertas, una de entrada y otra que
sirve
de
comunicación
con
la siguiente
y de tener
la
s
alace nas
en doble
fil a
, es
decir
unas
superiores
a otras inferiores.
Tras
de
los
muros de esta
última pieza
y
camin ando
por
la i zquier da
del andén en
q
ue
se
hal la sit uado
este grupo de
const rucciones, hay
tres
callejuelas
apretadas
y
estr echas, suficientes
para que pase un
hombre
medianamente
gordo.
Estas
calles
cortan
transversa lmente
l
as
habi taciones,
po
r
su parte posterior, y son
para lelas
entre sí.
Las
paredes que
l
as fla nquean
son de piedras
unidas
con barro yno presentan
la
gra ndiosi dad
y
perfecci ón
de
las
otras.
Por todas partes, entre
l
os
breñales
y el
tupido encaje,
se presentan
ve stigios
d
e
andenes,
casas
y
call es
todos
los cual es
no
nos
fue posible
ver por lo
impenet rable
de
los matorra les
y por
la gran alt ura
de
l
os
andenes que
separan
esos
luga res
unos de
otros.
Habíamos
comenzado a
visi tar
y medir
la
s
const rucciones
de que he hecho
mención
a
las
8.30 a.m. y después de ver
la últim a
eran
las
12.30 p.m., hora en que
volvimos
a
la
choza de
Anacleto Alva rez, subiendo
por
la
hermosa
grad ería,
que por
sus
tramos,
la
colocación
de éstos y aún el
color
de las
piedras
es
i
gua l
, a esa otra
grad ería
existente
en el Rodadero y que el
vulgo
conoce con el
nombre de
cc usillocc
hinqquinan.
Aud acia sería
en
quien escribe estas
líneas
aventurarse
a
emitir opiniones
sobre
la
signific ación histórica
y
arqueológica
de los
admi rables
restos de
Mac hupicch o,
a los
cuales
rodean, por otra parte,
detalles
y
pormenores
extrañamente
reveladores.
Pero no
estará
demás comparar ciertos
antecedentes
confirma dos
y conocidos,
llevar
una razón o prueba más a
las
que
ya
se
han
aduci do
sobre
la si g nificación
y rol
his tórico
de
las di vers as civili zaciones
que se
han
des arroll ado
en este
lado
del continente,
y sobre
las difere ncias
y puntos de unión
entre
los
restos encontrados en
los
diversos
El Antoniano
130 /
junio
2015
132
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
luga res
del
territorio,
as
í
como despertar el
interés
de
los
hombres de
ciencia
y del
Gobierno, para hacer
inve stigaciones
y
estu dios
sobre
las regiones
hoy desconocidas
que en otro tiempo han podido ser teatro de
lejanas
y hoy
perdidas
c
ivi l
izac i
one
s.
Lo
que
se
creí an sel vas vírgene s,
bosques intocados
y
regi ones puras, hacia los cuales
el progreso
dirige
hoy
sus mir adas
de
exploraci ón
y de
conquis ta,
ante
los
datos de
l
a
ciencia,
van
presentándose como
escenari os
que vieron
desarr ollarse inmensos
y
grandes
hechos,
como en estos
sagrados
y
grandes
tesoros
de
civili zación,
y como
histo rias mudas
que
esperan para
hablar
el momento de
la
santa
locura
y de
la obse sión
inspiradora.
La naturalez a
menos
destructora
y más
pródig a
en
cuidado s
ha
guardad o
y
conse rvado
mejor los
monumentos encomendados
a su
sola custo dia,
que el
hombre,
cuya
mano parece
empeñada en borrar
la
huella
de
los
siglos .
Aún
cuando
parezca para jico, los
restos
de
Mac hupiccho expue stos
a
los ultrajes
de
la intem perie,
y
alzándose
en
la
enhiesta
soledad
de esas
inh ospita larias alturas
están
mejor
conserv ados
que
los
que se
encuentran en
lugares frecuentados
por el
hombre, como
Ollantaytambo
y
Ppí sacc.
L
a
naturale za
menos
destructora
y más pród
iga
en
cuidados
ha
guardado
y conservado
mejor
los
monumentos encomendados a su
sola custo dia,
que el hombre,
cuya
mano
parece empeñada en borrar
la huella
de los
sig los. Sólo
l
os
arbustos
y
l
as raíces
de los
árboles
han desmoronado
algunas piedras
de
los
muros y han hecho perder
la
delicada
ensambladu ra
de
los silla res.
Como muy
pocos pueden ascender a esos
l
ugare
s,
y es
imposible la tra slación
de
las piedr as hasta
las
fincas
o
pobl aciones próxim as, la
mano del
hombre ha quedado y queda
cohibida
de
arrancar
y
des truir las
paredes para
u
ti l
izar
esos elementos
histó ricos
en
edificios
y
fab ricación
de
cas as,
n
i
aplic ar la
dinamita
destructora
a
los monolitos
para obtener
pied ras
de
las
f
ormas
y de
las
dimensiones
deseadas,
como
descaradamente
ocurren en
Olla ntayta mbo
y
Ppisacc,
desde
las casas
d
e
reciente
formación
ostentan esos hermosos
silla res
de
los
monumentos que
existen
en
sus cercaní as
y a
inmedia to alcance
del
hombre.
Sería conveniente
que
las
autoridades
res pectiv as hicie ran
destrozar y limpiar
anualmente,
por lo menos, ese bosque
q
ue
en un momento cubre con su
follaje
toda su
exis tencia
y duración.
Lo
que desde el primer momento
llama la
atención
en
Mac hupiccho
es
la
absoluta
carencia
de
agua;
pero a poco se escudriñe
algo
se ve que por
la
parte
izquier da
del río y
por toda
la
pendiente del cerro que colinda
con
aquél existe
una
acequia
antigua
obstruida
como todas
casi las
de su
cl
ase,
acequia
que recorre una
gran e xtensión
y
por donde
seguramente corría
ese precioso
elemento de
vida
para
los
usos de los
habi tantes
de esa
poblaci ón
antigua.
Siguiend o casi la mi sm a di recció n
de
la
acequi a
se
ven tambié n las huella s del
antiguo
camin o
que
condu a
de
las regione s
de
Ollantayta mbo
a
Machup iccho; atravesa ndo
las
peña s y los risco s
por
pendiente s
muy
peligro sas. Segú n notici as
de
las person as
que
conocen ese
camino,
puede
todavía
hoy
utiliz arse mediant e
obras de
reparación
que no
serí an difícile s
de
ejecutar,
por
lo
menos
para
el
via j
e
de peatones.
Es ind udable,
pues, que
Machupicc ho
fue
una
población
de
gran importancia, fue
una
ciudad cuya influencia
en
la vida
de las
El Antoniano
130 /
junio
2015
133
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
poblaci ones
de
la ho ya
del
Vilc anota la
pregonan
esos
formidables
restos de
pala cios,
esos numerosos
Intihuatanas
qu
e
en otro tiempo
fueron
siempre
luga res
de
cita
y
romería
para
las tribus
creyentes, esos
torreones que a manera de otros
castillos
d
e
la feu dalid ad medioe val,
se
leva ntan
como
protegiendo la augu sta seve ridad
de los
edificio s;
esos
canales
y
acequi as
por donde
cor an las agu as pu rifica doras
de
la
libación
sagrada
y
la sa ngre calie nte
de
las víctim as
del
sac r
ificio.
Pero
¿por
qué
calla la Hi storia
Colonial, por qué
calla la tradición,
por
qué callan todas
las fuentes
sobre
la
exis tencia,
no digo de
Machupiccho,
sino
de otros
lug ares
por
los cu ales
anduvo la civili zación
con su corte de
monumentos y su tormento de luchas?
Olla ntayta mbo,
en
la m isma
hoya,
fue
el
último,
donde
Ollant ay sostuvo
su
posición rebelde y donde
seguramente
exi stían
esos restos que hoy
adm iramos
y
estud iamos
y que por otra parte, son
casi idénticos, salvos, algunos det alles,
a
los
de Torontoy y
Mach upiccho. Las
huestes
derrotadas
por
l
os
españoles,
cuando
las fuerzas vencedoras
de
Pizar ro
llegaron hasta
el Cuzco, huyeron por
las
riberas
del
Vilca nota
y
las
que pudieron
escapar
de
l
a
matanza, fueron
a perderse
en
la oscura soledad
de
las se lvas
que
por tales
e
impenetr ables considerábase
d
esde
Torontoy.
Los Incas descendie ntes
de
Manco
Cápac no
tuvieron
pues
conocimiento
de
Mac hupicch o,
porque a
haberlos
tenido
habrían
hecho desde esa
explen dida
f
orta
leza
una
resis tencia
de
titanes
contra
cualquier
ejército
enemigo.
Adem ás, la tra dición trasmitida
por
los
prim eros conq uistadores habr ía
guardado la noticia
de
la exi stencia
de
esa
ciudad
y de otras
vecinas,
y de este
modo habríamos
conocido
y
estudia do
estos por hoy nuevos e
ignorados
lug ares
históricos.
Explotando
por toda
la región
montañosa
hasta la
parte
ocupada
por
l
as act uales
tribus
sal vaje s,
se
encuentran dentro de aquella
región
vestigios
de
construcción
que
atestiguan
que hubo un tiempo en que
formaron
parte de un pueblo grande, próspero y
conquist ador
y que algún
cat aclismo
geoló gico
o
soci al,
como una
invas ión
de otras
razas,
f
raccion
ó,
quebrantó
y ahogó
la unidad
de ese pueblo
junto
con su
indepen dencia
y
vid a. ¿Es te fue
el
Imperio
Incaico
con su
numerosí sima
esc ala
de reyes,
generaciones
que nos
pinta
Montesinos?
Pero sabemos que
las tribus
que no
querían someterse a
la au tori dad
de
l
os
Incas
huían
hacia la regi ón monta ñosa,
sie ndo la
p
rincip a
l
la
de
l
Amarumay o,
y
no
hallam os
siquiera
va gas noticias
de
que
Machupicc ho
y
Hua ynapicc ho,
se
menciona sen
como
luga res comp rendidos
en
los dominios
de
los
Hijos
del Sol.
Parece, pues, que poco a poco,
pueblos de raza
quechua, habitadoras
de
aquellas
zonas, fueron aband onando sus
residen cias
y
emigra ron
en un
movimiento
de
salida
hacia el Cuzco y
hacia las orillas
del Apurímac,
acosad os
ya
por
l
as
irrupciones
de
l
as
tribus
salvaj es, ya
por
l
as
dif icu ltades
de
la
v i
da
creadas
por
l
a
Natura leza,
etc., etc. y
est
o
debió
ocu rrir muc hos siglos
antes de
la
fund ación
del
Imperio
de
Manco, ta
l
vez durante el
predominio
de
los
Aimaras chancas.
La primitiva civiliz ación
quechua
restaurada
ya
en una época
muy
moderna por Manco
Cápac, según
se
va
probando hoy, tuvo por
lado,
de
la
El Antoniano
130 /
junio
2015
134
Una ex c ursión
a
Machu p
ic c
ho
extensión
y una
excelencia
a que no
alc anzó
el
I
mperio
de
los Hi jos
del
S ol. El
Imperio seguramente
abarcó
casi
toda
la
región montañosa
donde
tal
vez tuvo su
sede
p
rincip a
l.
Mac hupicch o y los
restos de
los
lugares
próximos
pueden ser, pues,
la
obra de esa
primera
civili zació n
quechu a, y su memori a
se
perdió
por
la violenci a
de
la súbit a
invasi ón
de
los Aim aras
que
procuraron
lle var haci a
T
iticaca
todas
l
as
poblaciones
quechuas
que
via n
e
n
esas apartadas
regiones.
Cuzco,
1912.