EL INCA GARCILASO Y
LA LENGUA GENERAL*
Mario Vargas Llosa
Hijo de un conquistador español y de una
princesa inca, nacido en el Cusco el 12 de abril
de 1539, la infancia y juventud de Gómez Suárez
de Figueroa transcurrieron en una circunstancia
privilegiada: el gran trauma de la conquista y
destrucción del Incario era reciente, se conservaba
intacto en el recuerdo de indios y españoles; y
los fastos y desgarros de la colonización, con sus
luchas sangrientas, enconos, quimeras, proezas e
iniquidades tenían lugar poco menos que ante los
ojos del joven mestizo y bastardo cuya conciencia
se impregnó de aquellas imágenes sobre las
que su memoria volvería medio siglo después,
ávidamente.
A los veinte años, en 1560, Gómez Suárez de
Figueroa partió a España, adonde llegó luego de
un larguísimo viaje que lo hizo cruzar la Cordillera
de los Andes, los arenales de la costa peruana, el
mar Pacífico, el Caribe, el Atlántico y las ciudades
de Panamá, Lisboa y, finalmente, Sevilla. Fue a
la corte con un propósito concreto: reivindicar
los servicios prestados por su padre, el capitán
Garcilaso de la Vega, en la conquista de América
y obtener por ello, de la corona, las mercedes
correspondientes. Sus empeños ante el Consejo
de Indias fracasaron, por las volubles lealtades
de aquel capitán, a quien perdió la acusación
de haber prestado su caballo al rebelde Gonzalo
Pizarra en la batalla de Huarina, episodio que lo
atormentaría siempre y que el joven mestizo trató
luego de refutar o atenuar, en sus libros. Rumiando
su frustración, fue a sepultarse en un pueblecito
cordobés, Montilla, donde pasó muchos años en
total oscuridad. Salió de allí, por breve tiempo,
para combatir entre marzo y diciembre de 1570,
en la mesnada del Marqués de Priego, contra
la rebelión de los moriscos en las Alpuj arras de
Granada, donde ganó, sin mucho esfuerzo, sus
galones de capitán.
En Montilla, luego en Córdoba, amparado
por sus parientes paternos, vivió una existencia
ordenada de la que sabemos, apenas, su afición a
los caballos, que embarazó a una criada, la que le
dio un hijo, que apadrinó abundantes bautismos
y negoció unos censos nada menos que con don
Luis de Góngora. Y, los importante, que se
dedicó a leer y estudiar con provecho y vocación
pues, cuando, en 1570, aparezca su primer libro,
una delicada traducción del italiano al español
de un libro de teología y filosofía neoplatónica,
los Diálogos de
amor,
de León Hebreo, el cusqueño
de Montilla, que para entonces ha cambiado su
nombre por el de Inca Garcilaso de la Vega, se
ha vuelto un fino espíritu, impregnado de cultura
renacentista y dueño de una prosa tan limpia como
el aire de las alturas andinas. El libro fue prohibido
por la Inquisición, y el Inca, cauteloso, se apresuró
a dar la razón a los inquisidores admitiendo que
no era bueno que semejante obra circulara en
lengua vulgar "porque no era para vulgo".
Para entonces, estaba empeñado en una
empresa intelectual de mayor calado: la historia de
la expedición española a La Florida, capitaneada
por Hernando de Soto y luego por Luis de
Moscoso, entre 1539 y 1543, aprovechando
los recuerdos del capitán Gonzalo Silvestre, un
* Discurso de Orden con motivo de la concesión al autor del Grado de
Doctor Honoris Causa,
el 8 de enero de 2002.
REVISTA
UNIVERSITARIA 141
viejo soldado que participó en aquella aventura
y a quien Garcilaso había conocido en el Cusco.
Aunque, en sus páginas, el Inca alega, dentro de
los tópicos narrativos de la época, ser un mero
escribiente
de los recuerdos de Silvestre y de otros
testigos e historiadores de aquella desventurada
expedición, La Florida del Inca, impresa en Lisboa
en 1605, es, en verdad, una ambiciosa relación de
arquitectura novelesca, impregnada de referencias
clásicas y escrita con la alianza de peripecias,
dramatismo, destellos épicos y colorido de las
mejores narraciones caballerescas. Este texto basta
para hacer de él uno de los mejores prosistas del
Siglo de Oro.
En La
Florida,
el Inca dice, defendiéndose de
una imputación que caerá sobre él en el futuro -ser
s un literato que un historiador: "Toda mi vida,
sacada la buena poesía, fui enemigo de ficciones,
como son libros de caballerías y otros semejantes"
(II, I, XXVIII). No tenemos por qué dudar de su
palabra ni de sus buenas intenciones de historiador.
Pero acaso podamos decir que, en su tiempo, las
fronteras entre historia y literatura, entre realidad
y ficción, eran imprecisas y desaparecían con
frecuencia. Eso ocurre,s que en ninguna otra de
sus obras, en La
Florida,
una historia que Garcilaso
conoció a través de los recuerdos -materia subjetiva
as no poder- de un viejo soldado empeñado
en destacar su protagonismo en la aventura, y de
apenas un par de testimonios escritos. En verdad,
aunque la materia prima de La Florida sea historia
cierta, su proyección en el libro de Garcilaso, de
prosa cautivadora y diestro manejo narrativo,
idealiza el relato verídico hasta trastocarlo en
narración épica, en una hermosa ficción histórica,
la primera de raigambre hispanoamericana.
Aunque contó con el testimonio del capitán
Gonzalo Silvestre, que había participado en la
conquista de La Florida en la expedición de
Hernando de Soto, y consultó las relaciones de
dos testigos presenciales -Juan Coles y Alonso
de Carmona- Garcilaso no pisó aquellas tierras,
ni conoció aquellos nativos, ni las lenguas que
hablaban, de modo que, pese a sus esfuerzos por
ceñirse a la verdad histórica, en La Florida del Inca
debió recurrir a menudo a su imaginación para
llenar los vacíos y colorear con detalles, precisiones
y anécdotas la empresa que narraba. Lo hizo con
la eficacia y el talento de los mejores narradores
de su tiempo. Se ha dicho que el modelo de esta
primera obra de aliento del Inca Garcilaso fueron
las novelas de caballerías y esta realidad salta a
la vista cuando se coteja este hermoso libro con
las épicas aventuras de Amadises, Espliandanes o
Tristán de Leonis.
Son caballerescos los discursos, literarios y
altisonantes, que intercambian indios y españoles
y la vocación ceremonial que comparten, de lo
que es ejemplo eximio la perorata del cacique
Vitachuco a sus hermanos que van a persuadirlo
de que acepte la paz (II, I, XXI). Los nativos de
La Florida tienen el mismo sentido puntilloso
de la honra y el honor de los castellanos, la
noción renacentista del valor, la reputación, las
apariencias, la predisposición a los desplantes
y gestos teatrales, y son feroces en sus castigos
contra las adúlteras en tanto que no parece
enojarlos en absoluto el caso de los adúlteros.
Ocurre, como dice Luis Loayza, que "Los indios
son en realidad españoles disfrazados; no sólo
su estilo sino todas sus ideas son europeas. Cabe
suponer que es Garcilaso quien habla por ellos
y los hace exponer sus propias opiniones sobre
el honor, la fama, la lealtad, el valor, la religión
natural, tal vez las injusticias de la conquista'". Los
nombres de los caciques suenans a vasco que
a aborigen (Hirrihigua, Mucozo, Urribarracuxi)
y hay en La Florida algunos animales legendarios,
como el lebrel Bruto que captura a cuatro indios
en la provincia de Ocali. Las cifras del relato son
exageradas, a menudo irreales y esta inflación
imaginaria afecta también a personajes y sucesos.
Pero no hay que reprochárselo, pues de estas
licencias resultan algunas de las delicias del libro.
Por ejemplo, esta descripción del curaca obeso:
"Era Capas hombre grosísimo de cuerpo, tanto
que, por la demasiada gordura y por los achaques
e impedimentos que ella suele causar, estaba de
tal manera impedido que no podía dar un solo
paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en
andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que
andaba por su casa era a gatas" (II, II, XI). Ni
siquiera falta en esta historia caballeresca una
aventura sentimental: la del sevillano Diego de
Guzmán, enamoradizo y tahúr, que, prendado
de una india, hija del curaca Naguatex, a la que
pierde en el juego, decide quedarse a vivir entre
los indios antes que desprenderse de su amada.
1. Luis Loayza, El Sol
de
Lima, Lima, Mosca Azul Editores, 1974, p. 40
•) . 100 AÑOS
Por lo demás, el Inca no se siente limitado
a referir los hechos. Vas allá y describe lo
que sus personajes imaginan, algo que no es
prerrogativa de historiador sino de novelista. Al
cacique Vitachuco "Ya le parecía verse adorar
de las naciones comarcanas y de todo aquel gran
reino por los haber libertado y conservado sus
vidas y haciendas: imaginaba yar los loores y
alabanzas que los indios, por hecho tan famoso
y con grandes aclamaciones le habían de dar.
Fantaseaba los cantares que las mujeres y niños
en sus corros, bailando delante de él, habían de
cantar, compuestos en loor y memoria de sus
proezas, cosa muy usada entre aquellos indios" (II,
I, XXIII).
Nada de esto desmerece un ápice la poderosa
verosimilitud que emana de La Florida y que
mantiene en vilo la atención del lector. Pero este
poder de persuasión brotas de lo literario que
de lo histórico, antes de la destreza narrativa del
Inca que de su fidelidad al hecho sucedido. Todo
el libro está impregnado de episodios y pequeñas
anécdotas de extraordinario vigor narrativo, de
hechos sorprendentes o situaciones excepcionales
que hechizan al lector: "...porque Juan López
Cacho, con lo mucho que había trabajado en el
agua y con el gran frío que hacía, se había helado
y quedado como estatua de palo sin poder menear
pie ni mano" (II, II, XIII). O esta tétrica escena,
en la que, luego de la batalla, los españoles "se
ocuparon de abrir indios muertos y sacar el unto
para que sirviese de ungüentos y aceites para
curar las heridas" (III, XXX). Pero acaso els
soberbio ejemplo sea el episodio en el que el
cacique Vitachuco, prisionero de Hernando de
Soto, luego de un desplante corporal aparatoso
-acaso una invocación a la divinidad- se lanza
sobre su captor al que, antes de ser atravesado por
diez o doce espadas, desbarata de un puñetazo:
Siete
días
después
de la
refriega
y
desbarate pasado,
al
punto que el
gobernador y el
cacique habían acabado
de
comer, que por hacerlo amigo le hacía
el
general todas
las
caricias posibles, Vitachuco
se
enderezó sobre
la silla en
que estaba
sentado y,
torciendo
el
cuerpo
a
una
parte y a
otra, con los puños cerrados extendió los brazos
a un
lado
y a otro y
los volvió
a
recoger hasta poner los puños sobre
los
hombros y
de
allí
los voloió
a
sacudir
una y
dos veces
con tanto ímpetu
y
violencia que las
canillas y
coyunturas
hizo crujir como
si
fueran cañas cascadas.
Lo
cual
hizo por
despertar y
llamar
las fuerzas
para lo que pensaba hacer,
que es cosa
ordinaria y
casi convertida en naturaleza hacer
esto los indios de
La
Florida cuando quieren hacer alguna
cosa defuerzas.
Habiéndolo, pues, hecho, Vitachuco
se
levantó en
pie
con
toda
la bravosidad y
fiereza que se puede
imaginary en
un
instante cerró con
el
adelantado,
a
cuya diestra había
estado
al comer, y,
asiéndole con la mano
izquierda por
los
cabezones, con la derecha apuño cerrado
é
dio un tan gran
golpe sobre los ojos,
narices y
boca que sin sentido alguno,
como
si fuera
un niño, lo tendió de espaldas a
ély a
la silla
en
que estaba sentado,
y
para acabarlo
de
matar
se
dejó
caer sobre él dando
un
bramido
tan
recio que
un
cuarto de
legua en contorno
se
pudiera oír.
Los caballeros y soldados que acertaron a hallarse a la comida
del
general, viéndole tan mal
tratado y
en tanto peligro de la
vida por un hecho tan
extraño y
nunca imaginado, echando
mano a sus espadas arremetieron
a Vitachuco y a
un
tiempo
le atravesaron diez
o
doce de ellas por el cuerpo, con que
el
indio cayó muerto, blasfemando del
cielo y
de la
tierra
por no
haber salido con su mal intento.
(II, I, XXVIII).
Pero, aunque La Florida sea ya una obra
maestra, el libro que ha inmortalizado y convertido
en símbolo a Garcilaso son los
Comentarios
Reales,
cuya primera parte, dedicada al Imperio de los
Incas, se publicaría asimismo en Lisboa, en 1609,
cuando el Inca tenía 70 años, y la segunda, llamada
Historia
General del Perú,
sobre las guerras civiles y los
comienzos de la Colonia, en 1617, uno después
de su muerte. El Inca asegura que sólo escribió "lo
que mamé en la leche y vi y oí a mis mayores", es
decir, a esos parientes maternos, como Francisco
Huallpa Túpac Inca Yupanqui, y los antiguos
capitanes del emperador Huayna Cápac -tío de
su madre-, Juan Pechuta y Chanca Rumachi,
cuyas historias sobre el destruido Tahuantinsuyo
maravillaron su infancia, en evocaciones que él
gráfico de manera fulgurante: "De las grandezas y
prosperidades pasadas venían a las cosas presentes,
lloraban sus Reyes muertos, enajenado su imperio
y acabada su República. Estas y otras semejantes
pláticas tenían los Incas y Pallas en sus vistas, y con
la memoria del bien perdido siempre acababan
su conversación en lágrimas y llanto, diciendo:
Trocósenos el reinar en vasallaje".
Pero, pese a la solidez de sus recuerdos,
a sus consultas epistolares a los cusqueños, y al
vasto cotejo que realizó con otros historiadores
de Indias, como Blas Valera, José de Acosta,
Agustín de Zárate o Cieza de León, los Comentarios
Reales deben tanto a la ficción como a la realidad,
porque embellecen la historia del Tahuantinsuyo,
aboliendo en ella, como hacían los amautas con la
historia incaica, todo lo que podía delatarla como
bárbara -los sacrificios humanos, por ejemplo, o
las crueldades inherentes a guerras y conquistas- y
aureolándola de una condición pacífica y altruista
que sólo tienen las historias oficiales, auto-
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justificadoras y edificantes. Un gran garcilacista,
José Durand, destaca con razón una tesis de
Mariano Ibérico, esbozada en 1939
2
, según la
cual esta visión "arquetípica y perfecta" con que
el Inca Garcilaso describió el Tahuantinsuyo
derivaba de la influencia platónica. El Inca,
en efecto, traductor de una obra clásica del
platonismo florentino (los Diálogos de amor de León
Hebreo), y lector de muchos seguidores italianos
de Platón, de Marsilio Ficino a Castiglioni, estaba
profundamente contaminado de la filosofía del
pensador heleno, y es muy plausible que su visión
de la "forma ideal del imperio" que describió
tuviese tanto o acasos que ver con la noción
platónica de la república ejemplar y prototípica
que con la prosaica realidad.
Para resaltars los logros del Incario,
ignora todas las culturas y civilizaciones
anteriores o contemporáneas a los Incas, o las
llama primitivas y salvajes, viviendo en estado
de naturaleza y esperando que llueva sobre ellas,
maná civilizador, la colonización de los incas, cuyo
dominio paternalista, magnánimo y pedagógico
"los sacaban de la vida ferina y los pasaban a la
humana". La descripción de las conquistas de los
emperadores cusqueños es poca veces guerrera;
a menudo, un ritual trasplantado de las novelas
de caballerías y sus puntillosos ceremoniales, en
el que los pueblos, con sus curacas a la cabeza,
se entregan a la suave servidumbre del Incario
tan convencidos como los propios incas de la
superioridad militar, cultural y moral de sus
conquistadores. A veces, las violencias que éstos
cometen son el correlato de su benignidad, pues
las infligen en nombre del Bien para castigar el
Mal, como el Inca Cápac Yupanqui, que, después
de reducir pacíficamente incontables pueblos y
tribus, ordena a sus generales que, en los valles
costeros de "Uuiña, Camaná, Carauilli, Picta,
Quellca y otros" hagan "pesquisa de sodomitas y
en pública plaza quemasen vivos los que hallasen,
no solamente culpados sino indiciados, por poco
que fuese; asimismo quemasen sus casas y las
derribasen por tierra u quemasen los árboles de
sus heredades, arrancándolos de raíz porque en
ninguna manera quedase memoria de cosa tan
abominable" (II, XIII). Para ensalzarla civilización
materna, el Inca asimila a los emperadores
cusqueños a la corrección política europea y a la
implacable moral de la Contrarreforma.
Es verdad que algunas leyes del Imperio
eran feroces, como la que penaba a las vírgenes
del Sol que rompían sus votos de castidad a ser
enterradas vivas y al hombre que las había amado
a ser ahorcado, y "sacrificados también su mujer,
hijos, criados y también sus parientes y todos los
vecinos y moradores de su pueblo y todos sus
ganados". Pero se apresura a añadir que esta ley
"nunca se vio ejecutada, porque jamás se halló que
hubiesen delinquido contra ello, porque[...] los
indios del Perú fueron temerosísimos de sus leyes y
observantísimos de ellas, principalmente de la que
tocaban en su religión o en su Rey" (IV, III).
Respecto al imperio de los Incas, Garcilaso es
un legitimista, un leal defensor y mantenedor de la
línea oficial cusqueña y de su tradición excluyente y
única. Su odio a Atahuallpa, al que llama "tirano"
y presenta como advenedizo, traidor y cruel es
el sentimiento que debía despertar el quiteño en
la nobleza incaica cusqueña aliada a Huáscar,
a la que aquél derrotó y despojó, mandando
luego asesinar a su medio hermano, el monarca
y descendiente legítimo de la línea imperial. Sus
parientes maternos y su propia madre Isabel
Chimpu Occllo vivieron de muy cerca las matanzas
que perpetraron los generales de Atahuallpa al
ocupar el Cusco, y aquella, niña todavía, y su
hermano Francisco Túpac Inca Yupanqui, fueron
parte de los miembros de la casa real cusqueña que
escaparon a la carnicería, gracias, dice Garcilaso, a
que les quitaron "los vestidos reales y poniéndoles
otros de la gente común" (XI, XXXVIII). Cuando
el Inca describe los crímenes y torturas perpetradas
por Atahuallpa contra los cusqueños desaparece
toda la bonhomía y pacifismo que, según los
Comentarios
Reales, caracterizaba al Tahuantinsuyo
y su libro estalla en escenas de violencia terrible:
pero esta sirve, justamente, para destacar más,
por contraste, la vocación humana y bienhechora
del Incario creado por Manco Capa frente al
salvajismo inhumano de sus adversarios.
¿Por qué esta idílica visión del Imperio de
los Incas ha alcanzado, pese a las enmiendas de
los historiadores, una vigencia que ninguna de
las otras, menos fantasiosas, haya merecido? A
que Garcilaso fue un gran escritor, els artista
entre los cronistas de Indias, a que su palabra
tan seductora y galana impregnaba todo lo que
escribía de ese poder de sobornar al lector que sólo
los grandes creadores infunden a sus ficciones.
2. José Durand, El
Inca Garcilaso Clásico de América,
México, ScpSetcntas, 1976, p. 33
. 100 AÑOS
Es un gran prosista, y su prosa resuma
poesía a cada trecho. Nos habla del "hervor de
las batallas" y asegura que los habitantes de esa
República feliz, como en las utopías renacentistas,
"trocaban el trabajo en fiesta y regocijo". ¿Por
qué lucían tan feraces los maizales? Porque los
incas "echaban al maíz estiércol de gente, porque
dicen que es el mejor". ¿Qué son esas majestuosas
siluetas que surcan los cielos? Las "aves que los
indios llaman cúntur, que son tan grandes que
muchas se han visto tener cinco varas de medir,
de punta a punta de las alas. Son aves de rapiña y
ferocísimas, aunque la naturaleza, madre común,
por templarles la ferocidad les quitó las garras;
tienen las manos como pies de gallina, pero el pico
tan íeroz y fuerte, que de una Aterronada rompen
el cuero de una vaca; que dos aves de aquéllas
la acometen y matan, como si fueran lobos. Son
prietas y blancas, a remiendos, como las urracas".
Su paisaje favorito es, claro, el de los Andes,
"aquella nunca jamás pisada de hombres ni de
animales, inaccesible cordillera de nieves que
corre desde Santa Marta hasta el Estrecho de
Magallanes..." Pero la visión de la costa y sus
pálidos desiertos y playas espumosas le inspira
también descripciones deslumbrantes, como la
de los alcatraces pescando: "A ciertas horas del
día, por la mañana y por la tarde -debe ser a las
horas que el pescado se levanta a sobreaguarse
o cuando las aves tienens hambre-, ellas se
ponen muchas juntas, como dos torres en alto, y de
allí, como halcones de altanería, las alas cerradas,
se dejan caer a coger el pescado, y se zambullen
y entran debajo del agua, que parece que se han
ahogado; debe ser por huirles mucho el pescado;
y cuandos se certifica la sospecha, las ven salir
con el pez atravesado en la boca, y volando en el
aire se lo engullen. Es gusto ver caer unas yr los
golpazos que dan en el agua; y al mismo tiempo
ver salir otra con la pesca hecha, y ver otras que,
a medio caer, se vuelven a levantar y subir en alto,
por desconfiar del lance. En suma, es ver doscientos
halcones juntos en altanería que bajan y suban a
veces, como los martillos del herrero" (VII, XIX).
Hombre de vida tranquila y disciplinada, según
revelan los documentos que nos han llegado de
él, Garcilaso proyecta ese ideal doméstico privado
sobre el Imperio de los Incas en el que alaba, antes
que nada, "su orden y concierto". La manía de la
limpieza era tal, afirma, que los Incas mandaban
dar "azotes en los brazos y piernas" a los súbditos
desaliñados, y los emperadores cusqueños, en su
manía del aseo, exigían como tributos "canutos
de piojos" en su "celo amoroso de los pobres
impedidos, por obligarles a que se despiojasen y
limpiasen" (V VI).
Muchas páginas de antología hay en los
Comentarios Reales.
Pequeñas historias j^-latadas con
la destreza de un cuentista consumado, como la
aventura del náufrago Pedro Serrano, precursor
y acaso modelo del Robinson Crusoe, o la batalla
contra las ratas que protagonizó, una y una
noche, un marinero enfermo en una nave solitaria
atracada en el puerto de Trujillo. O legendarias
creencias de los antiguos peruanos: la enfermedad
de la luna y los conjuros para curarla, por ejemplo,
o la peripecia triste de la piedra cansada, traída de
mux lejos para la fortaleza del Cusco pero c\ue "del 89
mucho trabajo que pasó por e\ camino,hastaWegar
allí, se cansó y lloró sangre, y que no pudo llegar
al edificio" (VII, XXIX). Episodios épicos, como
la conquista de Chile por Pedro de Valdivia y las
rebeliones araucanas, o descripciones soberbias,
principalmente la evocación del Cusco, su tierra.
A la nostalgia y el sentimiento que contagian a este
texto una tierna vitalidad, se suman una precisión
abrumadora de datos animados por pinceladas
de color que van trazando, en un inmenso fresco,
la belleza y poderío de la capital del Incario, con
sus templos al sol y sus conventos de vírgenes
escogidas, sus fiestas y ceremonias minuciosamente
reglamentadas, lo pintoresco de los atuendos y
tocados que distinguían a las diferentes culturas
y naciones sometidas al Imperio y viviendo en
esta ciudad cosmopolita, erizada de fortalezas,
palacios y barrios conformados como un prototipo
borgiano, pues reproducían en formato menor
la geografía de los cuatro suyos o regiones del
Tahuantinsuyo: el Collasuyo, el Cuntisuyo, el
Chinchaysuyo y el Antisuyo.
La elegancia de este estilo está en su claridad
y en su respiración simétrica y pausada, en sus
frases de vasto aliento que, sin jamás perder la
ilación ni atrepellarse, despliegan, una tras otra, en
perfecta coherencia y armonía, ideas e imágenes
que alcanzan, algunas veces, la hipnótica fuerza de
las narraciones épicas, y, otras, los acentos líricos
de endechas y elegías. El Inca Garcilaso, "forzado
del amor natural de la patria", que confiesa
haberlo impulsado a escribir su libro, esmalta y
perfecciona la realidad objetiva para hacerlas
seductora, sobre un fondo de verdad histórica
con la que se toma libertades aunque sin romper
nunca del todo con ella. La acabada artesanía de
su estilo, la astucia con que su fantasía enriquece
la información y su dominio de las palabras, con
REVISTA UNIVERSITARIA 141
las que de pronto se permite alardes de ilusionista,
hacen de los Comentarios Reales una de esas
obras maestras literarias contra las que en vano
se estrellan las rectificaciones de los historiadores,
porque su verdad, antes que histórica, es estética
y verbal.
El Inca está muy orgulloso de ser indio, y se
jacta a menudo de hablar la lengua de su madre, lo
que, subraya muchas veces, le da una superioridad
-una autoridad- para hablar de los incas sobre los
historiadores y cronistas españoles que ignoran, o
hablan apenas, la lengua de los nativos. Y dedica
muchas páginas a corregir los errores de traducción
del quechua que advierte en otros cronistas a
quienes su escaso o nulo conocimiento del runa-
simi conduce a error. Es posible, sin embargo,
que este quechua del que se siente tan orgulloso y
que se jacta de dominar, en verdad se le estuviese
empobreciendo en la memoria por las escasas o
nulas ocasiones que tenía de hablarlo. Hay, a ese
respecto, en La Florida del Inca, una dramática
confesión, comparando su caso con el del soldado
español Juan Ortiz, cautivo pors de diez años
de los indios de los cacicazgos de Hirrihigua y
de Mucozo y que, cuando van a rescatarlo unos
españoles dirigidos por Baltasar de Gallegos,
descubre que ha olvidado el español y apenas
puede balbucear "Xivilla, Xivilla" para que lo
reconozcan. Dice el Inca que, al igual que Juan
Ortiz entre los indios, por no tener él en España
"con quien hablar mi lengua general y materna,
que es la general que se habla en todo el Perú
[...] se me ha olvidado de tal manera [...] que no
acierto ahora a concertar seis o siete palabras en
oración para dar a entender lo que quiero decir".
{La Florida del Inca, II, I, VI). El idioma en el que
dice todo esto no es el quechua sino el español,
una lengua que este mestizo cusqueño domina a
la perfección y maneja con la seguridad y la magia
de un artista, una lengua a la que, por sus ancestros
maternos, por su infancia y juventud pasadas en
el Cusco, por su cultura inca y española, por
su doble vertiente cultural, él colorea con un
matiz muy personal, ligeramente exótico en el
contexto literario de su tiempo, aunque de estirpe
bien castiza. Hablar de un estilo mestizo sería
redundante, pues todos lo son; no existe un estilo
puro, porque no existen lenguas puras. Pero la de
Garcilaso es una lengua que tiene una música,
una cadencia, unas maneras impregnadas de
reminiscencias de su origen y condición de indiano,
que le confieren una personalidad singular. Y, por
supuesto, pionera en nuestra literatura.
El logro extraordinario del Inca Garcilaso
de la Vega -dicho esto sin desmerecer sus méritos
sociológicos e historiográficos-, antes que en el
dominio de la Historia, ocurr^ en el lenguaje:
es literario. De él se ha dicho que fue el primer
mestizo, el primero en reivindicar, con orgullo, su
condición de indio y de español, y, de este modo,
también, el primer peruano o hispanoamericano
de conciencia y corazón, como dejó predicho en la
hermosa dedicatoria de su Historia
General
del Perú:
"A los Indios, Mestizos y Criollos de los Reynos
y Provincias del grande y riquísimo Imperio del
Perú, el Ynca Garcilaso de la Vega, su hermano,
compatriota y paisano, salud y felicidad". Sin
embargo, curiosamente, este primer 'patriota'
del que nos reclamamos los peruanos, al afirmar
antes que ningún otro su idea de Patria encontró
y asumió bajo este vocablo una fraternidad
muchos amplia que la de una circunscrita
nacionalidad, la de un vasto conglomerado,
que, pocos o poco menos, se confunde con
la colectividad humana en general. No fue ésta
una operación consciente, desde luego; es algo
que resultó de sus intuiciones, de sus lecturas
universales y de su sensibilidad generosa, y,
por cierto, de ese humanismo sin fronteras que
bebió de la literatura renacentista, un espíritu
ecuménico muy semejante, por lo demás, a la idea
de ese Imperio de los Incas que él popularizó:
una patria de todas las naciones, una sociedad
abierta a la diversidad humana. Llamándose
"indio" a veces, y a veces "mestizo", como si
fueran términos intercambiables y no hubiera
en ellos una incompatibilidad manifiesta, el Inca
Garcilaso reivindica una Patria, precisando "yo
llamo así todo el Imperio que fue de los Incas" (IX,
XXIV). Por lo demás, este hombre tan orgulloso
de su sangre india, que lo entroncaba con una
civilización de historia pujante y altamente
refinada, no se sentía menos gratificado de su
sangre española, y de la cultura que heredó gracias
a ella: la lengua y la religión de su padre, y la
tradición que lo enraizaba en una de lass ricas
vertientes de la cultura occidental. El inventario
que se hizo de su biblioteca, a su muerte, es
instructiva; su curiosidad intelectual no conocía
fronteras. En ella figuran, además de autores
castellanos, muchos clásicos helenos, latinos e
italianos, Aristóteles, Tucídides, Polibio, Plutarco,
Flavio Josefo, Julio César, Suetonio, Virgilio,
Lucano, Dante, Petrarca, Boccaccio, Ariosto,
Tasso, Castiglione, Aretino y Guicciardini, entre
muchos otros.
Lo notable y novedoso -revolucionario,
habría que decir-, en la actitud del Inca frente
al tema de la Patria, lo que ahora llamaríamos
"la identidad", es que es el primero en no ver la
menor incompatibilidad entre un patriotismo
inca y un patriotismo español, sentimientos que
en él se entroncaban y fundían, como un todo
indisoluble, en una alianza enriquecedora. Por
eso, nadie trate de valerse de las bellas páginas que
escribió el Inca Garcilaso de la Vega para acarrear
agua al molino del nacionalismo. El autor de los
Comentarios Reales
está en las antípodas de la visión
limitada, mezquina y excluyente de cualquier
doctrina nacionalista. Su idea del Perú es la de una
Patria en la que cabe la diversidad, en la que "se
funden los contrarios" (la idea que George Bataille
tenía de lo humano), esa aptitud para abrirse a
las demás culturas e incorporarlas a la propia,
que tanto admiraba en sus ancestros Incas. Por
eso, al final, la imagen de su persona que su obra
nos ha legado es la de un ciudadano sin bridas
regionales, alguien que era muchas cosas a la vez
sin traicionar ninguna de ellas: indio, mestizo,
blanco, hispano-hablante y quechua-hablante
íe italiano-hablante), cusqueño y montillano o
cordobés; indio y español, americano y europeo.
Es decir, un hombre universal.
Pero, acaso seas importante todavía que
cualquier consideración sociológica derivada de su
obra, el que, gracias a la cristalina y fogosa lengua
que inventó, fuera el primer escritor de su tiempo
en hacer de la lengua de Castilla una lengua de
extramuros, de allende el mar, de las cordilleras,
las selvas y los desiertos americanos, una lengua
no sólo de blancos, ortodoxos y cristianos, también
de indios, negros, mestizos, paganos, ilegítimos,
heterodoxos y bastardos. En su retiro cordobés, este
anciano devorado por el fulgor de sus recuerdos,
perpetró, el primero de una vastísíína tradición,
un atraco literario y lingüístico de incalculables
consecuencias: tomó posesión del español, la
lengua del conquistador y, haciéndola suya, la hizo
de todos, la universalizó. Una lengua que, como
el runa-simi, que él evocaba con tanta devoción, se
convertiría desde entonces, igual que el quechua,
la lengua general de los pueblos del Imperio de
los Incas, en la lengua general de muchas razas,
culturas, geografías, una lengua que, al cabo de
los siglos, con aportes de habladores y escribidores
de varios mundos, tradiciones, creencias y
costumbres, pasaría a representar a una veintena
de sociedades desparramadas por el planeta, y a
cientos de millones de seres humanos, a los que
ahora hace sentirse solidarios, hijos de un tronco
cultural común, y partícipes, gracias a ella, de la
modernidad.
Éste ha sido, desde luego, un vastísimo
proceso, con innumerables figurantes y actores.
Pero, si hay que buscar un principio al largo camino
del español, desde sus remotos orígenes en las
montañas asediadas de Iberia hasta su formidable
proyección presente, no estaría mal señalarle como
fecha y lugar de nacimiento los de los Comentarios
Reales que escribió, hace cuatro siglos, en un
rincón de Andalucía, un cusqueño expatriado al
que espoleaban una agridulce melancolía y esa
ansiedad de escribidor de preservar la vida o de
crearla, sirviéndose de las palabras.
HISTORIA GENERAL
DEL PERU «
TRATA, EL DESCUBRIMIENTO, DE EL;
y COMO LO GANARON, LOS ESPAÑOLES:
LAS GUERRAS CIVILES , QUE HUVO
ENTRE PiZARROS , Y ALMAGROS,
SOBRE LA PARTI JA DE LA TIERRA.
CASTIGO, Y LEVANTAMIENTO DE TYRANOS,
y oíros fuccfos particulares, que en la Hiilcria
fe contienen.
ESCRITA
iOR EL YNCA £ARCII.ASO D E LA VEGA,
Capitan de tu A'.agchJ , &c,
DIRIGIDA
A LA LIMPISIMA VIRGEN MAR!
Madre de Dios , y Señora Nueftra
SEGUNDA IMPRESION, ENMENDADA, Y AÑADIDA,
CON DOS TABLAí,
UNA DE LOS CAPITULOS , "¿ OTRA DE LAS MATERÍAS.
CON PRIVILEGIO»
En ¿vUi .id-: En la Oficina Real , y a Cofta de
Imprefor de
Libros,
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