de un Bartolomé de las Casas y todo el desprecio
insultante de un Cahuide que no se rinde. El tercero
nace en plena colonia, cuando se ha aquietado el
tumulto de la conquista, sus finos dientes no saben
morder, pero sus sonrisas son hirientes como las de
Terralla y de Caviedes, su palabra picaresca oculta
su descontento. Estos tres escritores, representan
otros tantos estados del alma colectiva nacional.
Garcilaso es el más representativo, por su estirpe
nobilísima y por el tiempo que le tocó vivir, es la
conjunción espiritual del occidente que se volcaba
sobre América y la colonia que surgía sobre
los escombros del incanato, del individualismo
arrogante que destruía el colectivismo pasivo.
Jamás hombre alguno como Garcilaso pudo ver
de cerca una transformación social más brutal
y completa. Ni la revolución rusa, ni la francesa
adquieren mayor grandeza ante la destrucción
del Imperio Incaico, de ahí que su obra sea
inmortal; porque representa por encima de todo
el anhelo de una nueva armonía, después de esa
oposición destructora, un nuevo sentido creador
de la vida después de tanta negación y muerte. En
Garcilaso nace una época, un espíritu, un pueblo,
y muere en él el pasado, aquello que se negó a sí
mismo a fuerza de repetirse, la mutación cíclica
que se destruía. Por eso su figura grandiosa es la
representación simbólica de lo que entendemos
por "peruanidad verdadera".
El homenaje a Garcilaso a través de 400
años de su nacimiento es el redescubrimiento
del valor eterno del Cuzco como fuerza vital
de América y valor inconfundible, porque en
Garcilaso admiramos su profundo amor a la
tierra, su melancolía virgiliana y al mismo tiempo
su entusiasmo rayano en el frenesí, cuando pinta
en acuarelas poéticas el mundo inconfundible de
los Andes, todos los valores inmortales de nuestro
paisaje: el valle sagrado del Cuzco, las cumbres,
las quebradas, todo lo que es símbolo de la tierra:
árbol, piedra, río, cielo, hombre, son figuras vitales
en Garcilaso, adquieren categoría de personajes y
tejen el drama maravilloso de su obra.
Pero si Garcilaso es defensor romántico de
un pasado que se esfuma como un fantasma ante
sus ojos admirativos, es también hoy el baluarte de
nuestro nacionalismo republicano, no únicamente
porque representa esa conjunción de dos mundos,
dos culturas y dos razas en una unidad superior,
sino porque es el adelantado de la armonía nueva
que supera al contraste brusco, de esa armonía
que no se ha plasmado aún a través de 400 años
de pugna porque todavía América continúa
siendo el campo de lucha rabiosa e incesante
del extranjero y el indígena, el conquistador y el
vencido, la técnica, y la tradición, el español y el
quechua, el paisaje y el honjbre ¿qu^ formidable
escenario de lucha es el de América?'en él parece
que las fuerzas naturales tomasen también parte,
el río que destruye para abrirse paso, la tempestad
que brama en los Andes, pero al mismo tiempo el
Nuevo Mundo es también un medio plasmador de
una nueva forma de vida. Garcilaso vivió la época
que se iniciaba con él, vida de ataque y defensa,
época en que todo era pugna, contraste, oposición,
supo cantar ese mundo maravilloso que se iba,
contempló las tragedias de las calles del Cuzco, en
que eran hollados los más sagrados recintos por
la avaricia española. En el alma de Garcilaso se
confunden las figuras del capitán Garcilaso de la
Vega, de Gonzalo Pizarra, de Hernández Girón
y el Demonio de los Andes, con las figuras de
Manco II, Isabel Chimpu-Ocllo y de Amautas
y Qquipucamayoc de su familia, en sus obras se
sentirán la melancolía heredada de la lírica de
Santillana y Jorge Manrique con la dulzura de
los haravec quechuas, la grandeza clásica de los
Amautas cantores de la majestad del Imperio
aparece en páginas vibrantes también.
II
Su viaje a España nos indica su amor a la
tierra, quiere pedir del mismo Rey de España
la posesión de la encomienda de Tapacarí,
dejada por su padre, el panteísta, el hombre que
vive ligado milenios de milenios a la tierra a la
que cree amamantadora y sustentadora de su
vida, viaja hasta la patria de sus opresores para
exigir un derecho, ya sabemos que después de
largas dificultades le son negados esos derechos,
entonces pone sus energías al servicio de las armas
españolas, y lucha como capitán español aquel
hombre que acaso debió morir como un Cahuide,
pasan los años, decaen los ánimos y acoge a la
dulce tranquilidad entre sus nervios frenéticos,
entonces los arreos bélicos del capitán son trocados
con las modestas vestiduras del siervo de Jesús y las
órdenes militares son remplazadas con oraciones
en latín. Entonces su espíritu se recoge y enferma
como buen cuzqueño y americano con el mal
de ausencia, con el mal del amor que no ha de
retornar nunca, con esa tristeza infinita que sienten
sólo los hombres que aman a su tierra, aparece el
mitimae, el trasplantado, el nostálgico por el solar
nativo, entonces descubre a su patria en todo su
valor, a la distancia se reconoce o sí mismo, desde