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REVISTA DE LA FACULTAD DE DERECHO Y CIENCIAS POLÍTICAS AÑO LXXII N° 12 / 2020 ISSN 2519-7592
era tan primitivo para ellos, por eso peleaba muy seguido. Llegado el plazo, postulé
al colegio nacional y logré ingresar. Allí, con otros chicos venidos de otras partes del
país, tuve una convivencia conictiva, jerarquizada y estereotipada, especialmente
complicada en los primeros años de mis estudios secundarios. Conviene narrar un
incidente ocurrido a la hora del recreo, cuando tocaron la campaña, todos querían
salir corriendo, éramos cuarenta alumnos empujándonos los unos a los otros por la
puerta de salida que era pequeña, de pronto, alguien me metió el dedo en el ojo, y
de inmediato grité en quechua: ñawiytanwiquruwanku” (me han metido el dedo en
el ojo), entonces todos mis compañeros voltearon para saber quién había hablado
y en qué idioma había hablado. A pesar de todo, logré estar en el último año en el
cuadro de honor de los alumnos que salían del colegio.
El siguiente paso era la universidad. La obsesión personal era entrar a
San Marcos, porque mantenía una fama universitaria en mi familia. Logré entrar y
estudié sociología “para cambiar el país” como decían los dirigentes universitarios
de esa época. En ese escenario el país aparece como problema y como posibilidad
de cambio, la coyuntura de ese momento se encontraba marcada por la militancia
partidaria, el triunfo de la revolución cubana, las guerrillas de Hugo Blanco en la
Convención y Lares, la gura de Javier Heraud y el Ejército de Liberación Nacional, y
el gobierno de Velasco Alvarado y la reforma agraria (1969). El quechua ya no era
un idioma franco (de todos los dias), ni expresivo como en las primeras fases de mi
vida. Aquí entro en el reino de las reexiones conectadas a los problemas del país.
Al terminar la etapa universitaria, vienen las grandes decisiones y una pregunta
acuciante me formulaba: ¿a dónde ir y dónde trabajar? Opté por quedarme en el
país y trabajar en las áreas rurales, para de esa manera recuperar el idioma quechua.
Viajé casi por todo el país, conocí y hablé las variantes del quechua en Huancavelica,
Ayacucho y Junín, luego en Cajamarca (La granja Porcón), por cierto, la segunda
universidad para mí fue el periodo de la reforma agraria. Es en ese tiempo que
conocí de verdad a los hacendados tradicionales, a los pongos de hacienda, a los
campesinos sin tierra y sin historia.
En mi caso, al cambiar la residencia habitual que tenía antes (la aldea
rural) a un contexto urbano (ciudad), en mi ciclo de vida aparece la familia y los
hijos, quienes obviamente nacen con el idioma castellano como primera lengua.
La situación es al revés en relación a los padres (mi caso). Añádase a esa situación,
que la enseñanza del quechua es absolutamente informal y no escolarizada (no
hay horarios, no hay días jos, entre otros aspectos). Las prioridades son otras:
ingreso familiar, educación de los hijos, formación profesional, responsabilidades
laborales, viajes fuera del país, etc. La continuidad de la transmisión del idioma
quechua se suspende, se rompe la cadena y la identidad cultural de los padres
se multiplica, adquiere e incorpora otros elementos a los que habíamos aportado
hasta entonces. En la época anterior, el quechua era una lengua de casa; ahora, no.
Jesús Orccottoma Cárdenas